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viernes, 17 de diciembre de 2010

Castillo de cristal

Las paredes comienzan a caer mientras las mariposas ascienden al cielo, la Luna se acerca inminente y las estrellas centellean. Acuden a su llamada. Su cuento de hadas comienza.

La niña abandonó a sus muñecas, que la observaban espantadas, mientras se alejaba de la realidad, con su cabeza llena de aire en vez de tener los pies plantados en el suelo, se escapaba a su castillo de cristal, en busca de su príncipe azul. Caminó encantada con su alrededor y su dulce aroma hasta que llegó, con su príncipe cabalgando en su corcel blanco. Ella esperando una cálida bienvenida y felicidad, fue encerrada en una cárcel de hielo, convirtiéndose su príncipe en su guardián de metal, ante su mirada horrorizada. El cristal se ennegreció y la brillante luz del sol desapareció por las negras nubes. La niña solo se vio capaz de llorar lágrimas ácidas, enrojeciendo su piel y arañando el suelo.

Las alas de la inocencia han caído, la niña a dejado de ser una niña, las lágrimas ya no corren por sus mejillas, se han secado, como una muñeca de trapo, su corazón solo late por la esperanza de volver a una realidad olvidada en su memoria. La muerte la acecha, con ansias de clavar sus garras en su cuello y ahogarla con su sangre envenenada por el dolor.

La chica se levanta y rompe los barrotes que hasta entonces le parecían irrompibles, escapando del guardián que se vuelve cada vez más horroroso. Pasa por cada camino que ya había atravesado de su mundo de fantasía. La vegetación trata de arrastrarla de vuelta, tanto viva como muerta, pero ella se resiste a caer de nuevo. Sus envejecidas muñecas le dan la bienvenida de lejos, en la realidad, alargando sus manos de porcelana.

Arañada y lastimada regresa a la realidad, la Luna vuelve a su posición normal, las mariposas revolotean sobre las flores y ella... vuelve a ser una niña.

viernes, 10 de diciembre de 2010

El mundo encantado de Ela de Gail Carson Levine: Capítulo 10

Una doncella me condujo hasta un pasillo lleno de puertas pintadas en diferentes tonos pastel. Una placa en cada puerta indicaba el nombre de la habitación. Pasa¬mos junto a la del «tilo», la de la «margarita» y la del «ópalo». Nos detuvimos ante la puerta donde se leía «lavanda» y la chica abrió la puerta.
Por un momento olvidé que estaba hambrienta. Me invadió una nube de luz violeta, que iba desde los tonos rosados hasta otros más próximos al azul pálido. No ha¬bía ningún otro color en la habitación. Las cortinas eran como serpentinas ondulantes, movidas por el aire que levantó la puerta al cerrarse. Bajo mis pies descansaba una alfombra de nudos que representaba una enorme violeta. Las cinco camas estaban cubiertas por colchas de seda, y los cinco escritorios estaban pintados a rayas si¬nuosas de color lila claro y oscuro.
Tenía tanta hambre, y me sentía tan desamparada, que me hubiera echado sobre la cama para llorar, pero aquéllas no eran camas muy adecuadas para ello. Había una silla de color violeta junto a una de las ventanas, así que me dejé caer en ella.
Si no moría de inanición, antes tendría que pasar allí bastante tiempo, con aquellas odiosas profesoras y con Hattie dándome órdenes todo el día. Contemplé el jar¬dín de Madame Edith hasta que el cansancio y el hambre me vencieron y me dormí en la silla.



-¡Eh, Ela! Come esto.
Un susurro me despertó de mi sueño de faisanes asa¬dos rellenos de castañas. Alguien me sacudía el hombro.
-¡Despierta, Ela, despierta!
Como era una orden abrí los ojos de inmediato, y vi que Areida me ponía un panecillo en las manos.
-Es todo lo que he podido conseguir. Anda, cóme¬telo antes de que vengan las otras.
Me comí aquel suave y blanco panecillo en dos boca¬dos y me supo a poco, pero ya era más de lo que había tomado durante aquellos días.
-Gracias, Areida. ¿Duermes aquí? -pregunté.
Ella negó con la cabeza.
-¿Dónde?
Entonces la puerta se abrió y entraron tres chicas.
-¡Mirad! Dios las cría y ellas se juntan.
La que hablaba era la alumna más alta de la escuela. Pronunciaba las consonantes imitando el acento de Areida.
-Ecete iffibensi asura edanse evtame oyjento? («¿Es así como se comporta la gente en una escuela de señori¬tas?») -pregunté a Areida.
-Otemso iffibensi asura ippiri («A veces es mucho peor»).
-¿Tú también eres de Ayorta? -me preguntó la chica alta.
-No, pero Areida me está enseñando su bello idio¬ma. En él tú serías una ibwi unju -es decir una «chica alta».
No conocía ningún insulto en ayortano. Sin embar¬go, Areida se rió muchísimo con mi ocurrencia, dando así la impresión de que ése era el peor de los apodos. Yo también me reí y Areida cayó sobre mí y entre ambas hi¬cimos temblar la silla violeta.
Madame Edith, la directora, entró a toda prisa en la habitación y dijo:
-Jovencitas, ¿qué es lo que estoy viendo?
Areida se levantó pero yo permanecí sentada. No podía dejar de reír.
-Mis sillas no están hechas para eso. Además, seño¬ritas, nunca se deben sentar dos personas en una silla. ¿Me has oído, Ela? ¡Basta ya de risas tontas!
Dejé de reír de golpe.
-Eso está mejor. Como hoy es tu primer día aquí pasaré por alto tu comportamiento, pero confío en que mañana mejore. -Madame Edith se volvió hacia las otras y gritó-: ¡Venga, poneos el camisón, jovencitas! Los brazos de Morfeo os esperan.
Areida y yo intercambiamos una mirada. Era fantás¬tico tener una amiga.
Todas cayeron en los brazos de Morfeo, como decía Madame Edith, pero yo no tenía sueño. Me habían da¬do un camisón cubierto de volantes y lazos, que era tan incómodo que no me dejaba descansar. Bajé de la cama y abrí mi maletín. Si no podía dormir, al menos podría leer, ya que Madame Edith dejaba una luz encendida por si alguien tenía miedo de la oscuridad.
Mi libro se abrió por una carta de Mandy.

Querida Ela:
Esta mañana he preparado unos bollos. Bertha, Nathan y yo nos los comeremos antes de ir a dormir. Hice dos más para ti. Los dividiremos y nos los co¬meremos a tu salud. Me prometí a mí misma que no te preocuparía diciéndote lo mucho que te echo de menos, pero fíjate en cómo empiezo esta carta.
El hombre de los loros, Simón, vino el otro día a traerte uno de sus pájaros. Uno que habla en gnómi¬co y en élfico. Dijo que no era lo bastante bueno pa¬ra la colección, pero que a ti te gustaría. También me explicó cómo alimentarlo. ¡Nunca hubiera pensado que cocinaría para un loro!
Me gustaría que se callara de vez en cuando, y me pregunto si tengo alguna receta de loro asado. Pero no te preocupes, cariño, nunca se me ocurriría asar tu regalo.
Ayer tuviste un visitante de honor, que te trajo un regalo mucho mejor que el del pájaro. Era el mismísi¬mo príncipe, que vino a verte y a obsequiarte con un potrillo de centauro. Cuando le dije que no estabas quiso saber adonde habías ido y cuándo volverías. Cuando le dije que estabas en una escuela para seño¬ritas se indignó muchísimo. Se preguntaba para qué necesitabas ir a una escuela así si no había nada en ti que necesitara mejorarse. No pude responderle, ya que yo también le preguntaría eso mismo a tu padre. Le dije que no teníamos ningún sitio para alojar al centauro. Es una pequeña belleza, pero ¿que haría yo con él? Tu príncipe me dijo que el nombre del potri¬llo era Manzana. Me dije que tenía que comportarme con cortesía, y antes de que se lo llevara le di de co¬mer una manzana al centaurito.
Hablando de irse, tu padre se fue el mismo día que tú. Dijo que se iba a ver a los verdecillos, que es el nombre despectivo que utiliza para referirse a los elfos. También dijo que tardaría en volver.
Me gustaría que estuvieses pronto de regreso. Bertha y Nathan te envían un abrazo, y yo también. ¡Salud!
Tu vieja cocinera, MANDY

P.D. No olvides tomarte tu tónico.

Cerré el libro y susurré sobre su lomo:
-No borres la carta, por favor.
Luego me tomé el tónico.
¡Un potrillo de centauro! Una pequeña belleza. Oja¬lá pudiera verlo, acariciarlo, y que él también me qui¬siera. Las lágrimas que había contenido durante toda la tarde fluyeron entonces. Mandy estaría furiosa si su¬piera que no había comido nada en tres días, y mucho más si supiera que estaba bajo las garras de un monstruo como Hattie.



A la mañana siguiente, la profesora de música nos en¬señó una canción y me hizo cantar sola para ver si desa¬finaba.
-Ela no se da cuenta de que hay más de una nota -dijo dirigiéndose a las otras-. Ven aquí, pequeña. Canta esto.
Entonces tocó una nota en el clavicémbalo.
Yo era incapaz de hacerlo, nunca había conseguido cantar una melodía. ¿Qué pasaría si no podía obedecer?
Al fin no di la nota correcta y la profesora de música frunció el ceño.
-Más agudo, o te enviaremos a una escuela de chi¬cos para que cantes con ellos -comentó mientras volvía a tocar la misma nota.
Mi siguiente intento fue demasiado agudo. Una de las chicas se tapó los oídos, y yo deseé que le dolieran de verdad. La profesora tocó otra vez.
Las sienes me palpitaban, pero canté.
-Un poco más bajo.
Entonces di la nota exacta. La profesora tocó otra. También la entoné. Tocó una escala y la repetí correcta¬mente. Sonreí llena de alegría, siempre había deseado cantar bien. A continuación volví a hacer una escala, en un tono aún más bajo. ¡Perfecto!
-Está bien, jovencita. Canta sólo cuando yo te lo diga.
Una hora más tarde la profesora de danza me dijo que diera los pasos más suaves. Mi compañera de baile era Julia, la chica alta que se había metido con Areida la noche anterior. Apreté sus brazos con fuerza, para que soportaran mi peso y así poder pisar más suave.
-Para ya -dijo apartándose de mí.
Caí al suelo y oí unas risitas sofocadas.
La profesora de danza ocupó el lugar de Julia, así que ya no podía apoyarme en ella. Intenté pensar que mis pies eran globos, y que el suelo iba a romperse si no lo pisaba con delicadeza. Nos deslizábamos, saltábamos hacia delante y hacia atrás. Yo no bailaba con mucha gra¬cia, pero por lo menos no pisoteaba el suelo. Al acabar tenía el vestido empapado en sudor.
-Eso ha estado mejor -comentó la profesora.
A la hora de la comida, la profesora de buenos moda¬les me dijo:
-No golpees con los nudillos en la mesa, el rey se avergonzaría de ti. -Aludía frecuentemente al rey Jerrold.
Desde entonces las mesas estuvieron a salvo.
-Da pequeñas puntadas, Estela, y no tires tanto del hilo. No es una rienda, ni tú eres un cochero -me alec¬cionaba la profesora de costura. Una vez me pinché con la aguja, y desde entonces mis puntadas fueron más pe¬queñas.
Todos los días pasaba lo mismo; temía las nuevas ór¬denes. El hechizo no me dejaba amoldarme fácilmente a la nueva situación. Tenía que concentrarme a cada se¬gundo. En mi mente iba repitiendo las órdenes en una retahila sin fin. Cuando me despertaba, me ordenaba a mí misma no saltar de la cama y dejar el camisón para que lo recogieran las sirvientas. A la hora del desayuno no debía soplar sobre mis cereales, no esparcirlos sobre la mesa. Durante el paseo de la tarde, ni saltar ni brincar.
Una vez, a la hora de la cena, hablé demasiado alto:
-No sorbas -me ordené.
Pensé que lo había dicho en voz baja, pero una chica que se sentaba cerca me oyó y se lo contó a las demás.
Las únicas materias que me gustaban eran las que daba la profesora de escritura: redacción y cálculo. Aquella profesora también enseñaba caligrafía, que me resultaba más difícil porque ella no solía darnos órde¬nes. Y también enseñaba ayortano, pero no otros idio¬mas. Cuando le expliqué que sabía un poco de lenguas exóticas y que quería aprender más, me dio un diccionario. Se convirtió en mi segundo libro favorito. Después del de Mandy, claro.
Cuando tenía un rato libre aprovechaba para practi¬car lenguas, especialmente el ógrico. Aunque los significados de las palabras eran horribles me atraía pronun¬ciarlas. Eran suaves, lisas, escurridizas y siseantes, como el lenguaje de las serpientes: psySSahbuSS (que signifi¬caba «delicioso»), SSyng («comer»), hijyNN («cena»), eFFuth («sabor»), o FFnOO («agrio»).
Mis progresos en todas las materias tenían asombra¬das a las profesoras. Durante mi primer mes allí hice po¬cas cosas bien, pero durante el segundo no hice ni una mal. Aprendí gradualmente, de forma natural... Pasos li¬geros, pequeñas puntadas; voz suave; espalda recta; pro¬fundas reverencias, sin crujido de rodillas; nada de bos¬tezos; ni volcarme la sopa encima, y no sorber...
Una vez en la cama, antes de dormirme, imaginaba qué pasaría si estuviera libre del hechizo de Lucinda. A la hora de cenar, posiblemente, me embadurnaría la cara con salsa y lanzaría los pasteles de carne a la profe¬sora de buenos modales, y apilaría la porcelana más delicada sobre mi cabeza, y andaría tambaleándome y co-toneándome hasta romperla toda en pedazos. Entonces los recogería y los aplastaría, junto con los pasteles de carne, sobre mi bordado inmaculado.

domingo, 7 de noviembre de 2010

El mundo encantado de Ela de Gail Carson Levine: Capítulo 9

Cruzamos ricas tierras de cultivo y ganado en nues¬tro último día de viaje hacia Jenn, donde se encontraba nuestra escuela. El día era caluroso y había niebla. Sentía demasiado calor como para tener hambre, y Hattie tan sólo era capaz de ordenarme una cosa: que la abanicase.
-Abanícame a mí también -se quejó Olive. Había comprendido que cuando Hattie me ordenaba algo yo lo hacía, y que si ella me daba órdenes también obede¬cía. Hattie no intentó explicarle en ningún momento el porqué de mi obediencia. De hecho, no se molestaba en explicarle casi nada a la torpe de Olive, y seguro que dis¬frutaba al guardarse aquel delicioso secreto para ella sola.
Me dolían los brazos y el estómago me hacía ruido. Miré por la ventana y vi un rebaño de ovejas. Buscaba al¬guna distracción que me hiciera olvidar el hambre y mi deseo se cumplió al instante, pues los caballos que tiraban del coche emprendieron de pronto un alocado galope.
-¡Ogros! -gritó el cochero.
Aunque la nube de polvo que se había levantado de¬trás de nosotros apenas nos dejaba ver el camino pude distinguir una banda de ogros que nos seguía de cerca. ¿Los estábamos dejando atrás? La nube de polvo parecía alejarse.
-¿Por qué huís de vuestros amigos? -gritó uno de ellos, con la voz más dulce que jamás había oído-. Te¬nemos lo que vuestros corazones desean: riqueza, amor, vida eterna...
¡Deseos! Enseguida pensé en mamá. Los ogros po¬drían devolverle la vida. ¿Por qué huir de lo que más de¬seaba?
-Más despacio -ordenó Hattie, innecesariamente, pues el cochero ya había frenado a los caballos.
Los ogros estaban tan sólo a unos metros. Al no ha¬ber sucumbido a su magia, las ovejas balaban atemoriza¬das. Como de pronto sus balidos no nos dejaban oír las dulces palabras de los ogros, y durante unos instantes se rompió la influencia que ejercían sobre nosotros, fui consciente al instante de que aquellos seres no podían devolverme a mamá.
Los caballos volvieron a ser fustigados para que galo¬pasen más deprisa. Pero enseguida nos alejamos del reba¬ño y volvimos a estar bajo el poder de los ogros. Les dije a Hattie, a Olive y al cochero que gritasen todo lo que pudiesen para no oír a los ogros. El cochero lo entendió al instante y unió su voz a la mía, con palabras que yo jamás había oído. Después Hattie se puso a gritar:
-¡A mí comedme la última!
Pero fue Olive la que nos salvó. De pronto soltó un bramido que parecía no tener fin, y que no cesó hasta que llegamos a las primeras casas de Jenn. Entonces los ogros desaparecieron de nuestra vista y recuperamos to¬dos la calma.
-Cállate ya, Olive -dijo Hattie-. Nadie va a co¬mernos. Me estás dando dolor de cabeza.
Pero Olive no paró hasta que el cochero detuvo a los caballos, se asomó dentro del coche y le dio una bofetada.
-Perdóneme, señorita -se disculpó, y volvió luego a su sitio.



La escuela de señoritas era una vulgar construcción de madera. Si no hubiese sido por los enormes arbustos en forma de damas con faldas, que ornamentaban el lu¬gar, habría pensado que se trataba de la casa de cualquier comerciante no demasiado próspero. Sólo esperé que las raciones de comida fuesen generosas.
Cuando bajamos del coche se abrió la puerta, y una mujer muy tiesa y de pelo gris se acercó, contoneándose, hasta nuestro carruaje.
-Bienvenidas, señoritas -dijo haciendo una reve¬rencia. Luego, señalándome a mí, preguntó-: ¿Quién es ésa?
Me apresuré a responder antes de que Hattie me pre¬sentara a su manera.
-Soy Ela, Madame. Mi padre es sir Peter de Frell. Ha escrito esta carta para usted -dije mientras sacaba la carta y la bolsa con el dinero.
Agarró la carta y también la bolsa, la cual sopesó y se metió en el bolsillo del delantal.
-¡Qué sorpresa más agradable! Soy Madame Edith, la directora de este lugar. Bienvenida a nuestra modesta casa.
Luego volvió a hacer una reverencia. Yo deseé que fuera la última, pues mi rodilla crujía cada vez que me agachaba.
-Hemos acabado de comer y ahora estamos bor¬dando. Las demás señoritas están deseando conocerte. Adelante, nunca es demasiado pronto para aprender.
Nos hizo pasar a una amplia sala llena de luz.
-Señoritas -anunció-, aquí tienen a una nueva amiga.
Todas se levantaron, saludaron y volvieron a sus asientos. Todas llevaban un vestido rosa y una cinta ama¬rilla en el pelo, mientras que mi traje estaba manchado y arrugado por el viaje, y mi pelo caía lacio y despeinado.
-¡Bien, vuelvan al trabajo, señoritas! -dijo Mada-me Edith-. La profesora de costura ayudará a la nueva alumna.
Me acomodé en una silla cerca de la puerta y miré desafiante a mi alrededor. Me encontré con la mirada de una chica de mi edad, que me sonrió indecisa. Quizás entonces mi mirada se suavizó, porque ella al momento me dedicó una amplia sonrisa y me guiñó un ojo.
La profesora de costura se acercó a mí. Sostenía una aguja, un surtido de hilos de colores y un bastidor con una tela de lino en la que había dibujadas unas flores. Te¬nía que bordar aquel diseño. Más tarde la tela serviría para un cojín o para el respaldo de una silla. Después de explicarme lo que tenía que hacer, la profesora de costu¬ra me dejó sola, creyendo que yo sabría coser. Pero era la primera vez en mi vida que tenía una aguja en la mano, y a pesar de que me fijé en qué hacían las otras chicas no pude ni enhebrarla. Lo intenté durante un cuarto de ho¬ra, hasta que la profesora se acercó y exclamó:
-¡Esta chica ha sido educada por ogros, o por algo todavía peor! -gritó arrancándome la aguja de la ma¬no-. Sostenla con delicadeza, ¡no es un arpón! -Des¬pués la enhebró con hilo verde y me la devolvió.
Intenté hacer lo que me había dicho. Se marchó y yo empecé mi labor como pude. Clavé la aguja en el contorno de una rosa. Me dolía la cabeza por falta de ali¬mento.
-Tienes que hacer un nudo al final del hilo y empe¬zar por debajo. -La que me hablaba era la chica que me había guiñado el ojo al entrar. Acercó su silla a la mía y siguió-: La profesora de labores se reirá de ti si bordas una rosa de color verde. Las rosas tienen que ser rojas, rosadas o, si eres más atrevida, amarillas.
En su regazo descansaba un vestido de color rosa, igual al que llevaba puesto. Inclinó la cabeza sobre mi labor y dio otra puntada. Su pelo oscuro estaba peinado con pequeñas trenzas que se unían en un moño. Su piel era de color canela, y sus mejillas parecían pinceladas de color frambuesa (yo no podía evitar el hacer símiles con cosas de comer). Sus labios, curvados graciosamente ha¬cia arriba, le daban un aspecto risueño y alegre. Se lla¬maba Areida, y su familia vivía en Amonta, una ciudad junto a la frontera de Ayorta. Hablaba con el acento propio de su país: emitía un leve chasquido cuando pro¬nunciaba la eme, y asimilaba la ele a la erre.
-Abensa utyu arija ubensu -dije esperando que ésa fuera la forma de decir «encantada de conocerte» en ayortano. Lo había aprendido de uno de los loros.
Ella me sonrió extasiada.
-Ubensu ockommo Ayorta?
-Sólo sé unas pocas palabras -confesé.
Entonces pareció quedarse muy frustrada.
-Hubiera sido maravilloso tener a alguien con quien hablar en mi lengua.
-Puedes enseñarme.
-Tu acento es bastante bueno -dijo confusa.- La profesora de lengua enseña ayortano, pero nadie ha con¬seguido aprender ni una palabra.
-Yo tengo facilidad para los idiomas.
Desde aquel momento empezó a enseñarme. «Una vez oído, ya nunca olvidado», ése es mi lema para los idiomas. Al cabo de una hora ya construía pequeñas fra¬ses, lo cual hacía las delicias de Areida.
-Utyu ubensu evtmae oyjento? («¿Te gusta esta es¬cuela para señoritas?») -pregunté.
Se encogió de hombros.
-¿No crees que es horrible? -dije volviendo a ha¬blar en kyrrian.
Entonces se proyectó una sombra sobre mi labor abandonada. Era la profesora de costura, que tomó la te¬la y anunció dramáticamente:
-Sólo tres puntadas en todo este rato. Tres grandes y horrorosas puntadas, igual que tres dientes en una bo¬ca desdentada. Ve a tu habitación y permanece allí hasta la hora de dormir. Hoy no habrá cena para ti.
Mi estómago rugió tan fuerte que creí que todos en la sala lo habían oído. Hattie me dedicó una sonrisa de sa¬tisfacción; ni ella misma podría haberlo planeado mejor.
-Me da igual, no tengo hambre -le respondí a la profesora.
-Entonces también te quedarás sin desayuno, por impertinente.

El mundo encantado de Ela de Gail Carson Levine: Capítulo 8

Hattie no sabía nada ni de Lucinda ni del hechizo, pero lo que sí había comprendido era que yo siempre obedecería sus órdenes. De hecho, después de que le lanzara la bola de polvo a la cara se había limitado a son­reír maliciosamente. Sabía que tenía mucho más valor el poder que ella acababa de adquirir que mi afrenta.

Me retiré a un rincón del coche y me puse a con­templar el paisaje. Hattie no me había ordenado que le quitase el collar. ¿Y si se lo sacaba por la cabeza, o se lo arrancaba del cuello? Prefería que estuviese roto a que ella lo tuviera.

Lo intenté. Ordené a mis brazos que se movieran y a mis manos que lo agarraran. Pero el hechizo no me deja­ba. La única forma de lograrlo habría sido que alguien me lo hubiese ordenado, puesto que yo sola no podía desobedecer una orden. Intenté acostumbrarme a ver el collar en el cuello de Hattie. Cuando yo lo miraba, ella lo acariciaba satisfecha.

Al cabo de un rato se durmió, con la boca entreabier­ta, y empezó a roncar. Entonces Olive aprovechó para sentarse a mi lado.

-Yo también quiero un regalo como prueba de nues­tra amistad.

-¿Por qué no me das tú algo a mí? -contesté.

Frunció el ceño.

-No, no. Tienes que dármelo tú.

-¿Qué te gustaría? -pregunté ante la obligación de cumplir una orden.

-Quiero dinero.

Tal y como había prometido, papá me había dado una bolsa llena de KJs de plata. Tomé mi maletín y le di una moneda.

-Aquí tienes. Ahora ya somos amigas.

Ella escupió sobre la moneda y luego la frotó para que brillara.

-Ahora sí que somos amigas -concluyó. Volvió a su sitio y se acercó la moneda a los ojos para verla bien.

Yo miraba a Hattie, que seguía roncando. Probable­mente estuviera soñando en lo que me ordenaría des­pués. Luego miré a Olive, que se pasaba el canto de la moneda por la frente y luego por la nariz. Tenía ganas de llegar a la escuela, por lo menos allí tendría otras compañeras.

Al poco rato Olive también se durmió. Sólo cuando estuve segura de que las dos dormían profundamente me atreví a sacar de mi bolsa el libro de cuentos que me ha­bía regalado Mandy. Me puse de espaldas a ellas, para ocultar el libro y aprovechar la luz que entraba por la ventanilla.

Cuando abrí el libro, en lugar de un cuento de ha­das encontré una ilustración en la que aparecía Mandy. Estaba cortando un nabo a trocitos, con el que des­pués cocinaría el pollo que aquella misma mañana había desplumado. Estaba llorando. Comprendí que se había contenido al abrazarme. La página se volvió borro­sa porque mis ojos también se llenaron de lágrimas, aunque no quise llorar ante Hattie y Olive, a pesar de que estuvieran dormidas.

Si Mandy hubiera estado en el coche conmigo me ha­bría abrazado, y entonces habría podido llorar tanto co­mo hubiese querido. Me hubiera dado unos golpecitos en la espalda y me habría dicho...

No, aquellos pensamientos no debían hacerme llorar. Si Mandy hubiera estado allí me habría dicho que podía ser maravilloso usar la magia para convertir a Hattie en un conejo. Y entonces yo me preguntaría de nuevo para qué sirven las hadas si no es para usar la magia.

Aquello me ayudó. Me aseguré de que mis compañe­ras de viaje continuasen dormidas y entonces pasé la pá­gina del libro. Mostraba la imagen de una habitación, probablemente en el castillo del rey Jerrold, ya que Char estaba allí y el escudo de Kyrria estaba pintado en la pa­red, sobre un tapiz. Char estaba hablando con tres de los soldados que habían vigilado a los ogros.

No entendía lo que significaba aquella escena. Qui­zá la siguiente página lo explicaba. En ella encontré dos ilustraciones más, pero en ninguna aparecían ni Char ni los soldados.

En el reverso había un mapa de Frell, nuestra propie­dad, debajo del cual figuraba la inscripción: «Sir Peter de Frell.» Mi dedo siguió la ruta hacia el viejo castillo, jun­to al que estaba la colección de animales del rey. Había °tro camino desde Frell hacia el sur; era el mismo que recorríamos en aquel momento. Quedaba más allá de ios límites del mapa, más allá de la propiedad de sir Peter de Frell.

La ilustración de la derecha mostraba el coche de papá, seguido de tres carros tirados por muías y llenos de mer­cancías para vender. Papá, con la cara al viento, estaba sen­tado en el pescante junto al cochero, que alzaba su látigo.

¿Qué más me mostraría el libro?

Esta vez parecía un cuento de hadas como El zapate­ro y los elfos. En esta versión, sin embargo, cada elfo tenía su personalidad y llegué a conocerlos mejor que al propio zapatero. También entendí por qué desaparecen después de que el zapatero les haga unos trajes. Resulta que van a ayudar a un gigante a deshacerse de un enjambre de mos­quitos que son demasiado pequeños y que él no puede ver. Los elfos dejan una nota de agradecimiento para el zapatero que él no llega a leer porque pone su taza de ca­fé encima. Ahora entendía mejor aquel cuento.

-Tu libro parece fascinante. Déjamelo ver -dijo Hattie, que acababa de despertarse.

Me sobresalté. Si también me quitaba el libro la ma­taría. Cuando se lo tendí pareció aumentar de peso.

Sus ojos se abrieron a medida que leía.

-¿Te gusta esto? «El ciclo vital de la garrapata del centauro.» -Pasó las páginas-. «Minas gnómicas de plata en terrenos peligrosos.»

-¿No te parece interesante? -pregunté aliviada-. Puedes leerlo si quieres, si vamos a ser amigas tenemos que tener intereses comunes.

-Tú no puedes compartir mis intereses, querida -dijo devolviéndome el libro.



Aquel viaje me sirvió para saber qué podía esperar de Hattie. Una vez en la posada donde íbamos a pasar la primera noche, me informó de que el lugar que ocupaba yo en el coche era el destinado a su sirvienta.

-Pero no importa, porque tú puedes ocupar perfec­tamente su lugar -dijo ladeando la cabeza-. Aunque, pensándolo mejor, como perteneces a la nobleza sería un insulto convertirte en mi criada. Serás mi dama de com­pañía, y algunas veces también la de mi hermana. Oye, Olive, ¿hay algo que Ela pueda hacer por ti?

-No, yo ya sé vestirme y desvestirme sola -contes­tó Olive desafiante.

-Nadie ha dicho que no sepas -dijo Hattie sentán­dose en la cama que íbamos a compartir. Levantó los pies y dirigiéndose a mí ordenó-: Arrodíllate y ponme las zapatillas, Ela. Me duelen los tobillos.

Las tomé sin decir nada. Mi nariz se llenó del agrio olor de sus pies. Llevé las zapatillas hasta la ventana y las tiré abajo.

Hattie bostezó.

-Te has buscado trabajo extra. Ve abajo y recógelas.

Olive corrió hacia la ventana.

-¡Tus zapatillas han caído en un cubo de agua sucia!

Aunque me vi obligada a subir las malolientes zapa­tillas a la habitación, Hattie no tuvo más remedio que llevarlas puestas hasta que encontró otras limpias en su baúl. Después de aquello pensaría con más cuidado las órdenes que me daba.

A la mañana siguiente, durante el desayuno, calificó los cereales de incomestibles.

-No los comas, Ela. Te pueden sentar mal -dijo mientras tomaba ella una cucharada.

Salía humo de mi bol, y pude apreciar el aroma de la canela. Mandy también solía ponérmela en el desayuno.

-Pues si es tan malo, ¿por qué comes? -preguntó Olive a su hermana-. Yo estoy hambrienta, la verdad.

-Tus cereales parecen buenos. Yo me tomo los míos a pesar de que están asquerosos... -masculló mientras lamía los restos de cereales que le habían quedado en la comisura de la boca-. Es necesario que me alimente pa­ra poder dirigir nuestro viaje.

-Tú no vas a di... -empezó a decir Olive.

-¿No les gusta su desayuno, señoritas? -preguntó el posadero preocupado.

-El estómago de mi hermana es muy delicado -di­jo Hattie-. Ya puede retirar su bol.

-Yo no soy su hermana -protesté mientras el posa­dero se iba.

Hattie rió mientras rebañaba sus cereales con la cu­chara.

El posadero volvió con un plato de pan moreno re­lleno de nueces y pasas.

-Quizás esto le sentará mejor al estómago de la señorita.

Tuve tiempo de dar un buen mordisco al pan antes de que una señora de la mesa vecina solicitase al posadero.

-Déjalo, Ela -dijo Hattie tras tomar una puntita de pan y probarla-. Es demasiado empalagoso.

-La comida empalagosa me gusta mucho -dijo Olive alcanzando el pan.

Entre las dos se acabaron mi desayuno en un peri­quete. Aparte del tónico, aquel pedazo de pan era la úni­ca comida que había probado en tres días. Hattie tam­bién me hubiera prohibido tomar mi tónico, de no ser porque lo probó. Al tragarlo puso cara de asco.

viernes, 5 de noviembre de 2010

No sé que hacer...

¿Qué debo hacer? ¿Qué debo hacer para recuperarte, para que no te alejes de nuevo de mí?

Es imposible, ¿verdad? ¿Tanto daño te he hecho?

Ahora mismo, mi existencia y mi vida carece de sentido y tengo ganas de golpearme por atreverme a llorar, a llorar ahora ¿Por qué no lloré cuando tú necesitabas ver mis lágrimas? ¿Por qué no extendí mi mano y te pedí que te quedaras? ¿Por qué soy tan idiotamente orgulloso?

He dejado ir lo más maravilloso de mi vida por tal estupidez que es ilógica.

Mi corazón está en carne viva, convirtiéndose en mis lágrimas, y estas arden en mis ojos, quemando mis mejillas ya enrojecidas.

Ya...no sé que hacer...

lunes, 25 de octubre de 2010

El mundo encantado de Ela de Gail Carson Levine: Capítulo 7

- ¿Adonde vas? -gritó Char al ver lo que yo estaba haciendo.
-Debo... -empecé a decir.
-¡Detente!, te lo ordeno.
Me detuve, pero seguí temblando mientras los soldados rodeaban la cabana. Sus espadas apuntaron al ogro, que seguía mirándome.
Al fin dio media vuelta y volvió a la penumbra del interior.
-¿Por qué le hacías caso? -preguntó Char.
Yo seguía forcejeando con el niño, que tiraba de su pequeña barba y se movía tratando de escapar.
-pwich azzoogh fraecH! -gritó.
Aproveché aquella interrupción para tratar de dis¬traer a Char y no tener que responder a su pregunta.
-Tiene miedo -dije por fin.
Pero Char insistió:
-¿Por qué le escuchaste, Ela?
No tuve más remedio que responder.
-Sus ojos... -balbuceé-. Había algo en ellos... Te¬nía que hacer lo que me ordenase.
-¿Habrán hallado otra forma de hechizarnos? -se preguntó Char algo alarmado-. Tendré que contárselo a mi padre.
El pequeño gnomo gemía y daba patadas en el aire. Pensé que las palabras de los loros podrían consolarle.
Entonces las pronuncié, confiando en que no fueran ningún insulto:
-fwthchor evtoogh brzzay eerth ymmadboech evtoogh brzzaY.
El niño se serenó y sonrió, mostrando unos dientecitos de bebé.
-fwthcbor evtoogh brzzay eerth ymmadboech ev¬toogh brzzaY -repitió. Tenía unos preciosos hoyuelos a ambos lados de la boca.
Lo dejé en el suelo, y nos agarró de la mano a Char y a mí.
-Sus padres deben de estar preocupados -comen¬té. No sabía cómo preguntarle dónde estaban, y él qui¬zás era demasiado pequeño para contestar.
No se encontraban cerca de las jaulas de las fieras, ni entre el ganado que pacía. Al fin vimos a una vieja gnoma sentada en el suelo, cerca de un estanque. Con la ca¬beza entre las piernas, era la pura imagen del desconsue¬lo. Otros gnomos buscaban entre los juncos y los setos, o preguntaban a todo el que pasaba.
-fraechramM! -gritó el pequeño gnomo, tirando de mí y de Char.
La vieja gnoma levantó la cabeza, y con la cara llena de lágrimas dijo:
-zhulpH.
Después abrazó fuertemente al gnomito y cubrió su cara y su barba de besos. Luego nos miró y reconoció a Char.
-Gracias, su majestad, por devolverme a mi niete¬cito.
Char, turbado, tosió y dijo:
-Es un placer devolvéroslo sano y salvo, señora. Casi se lo come un ogro.
-Char..., el príncipe Charmont, lo ha salvado, y también a mí -dije yo.
-Los gnomos os están agradecidos -sentenció ella, haciendo una reverencia-. Me llamo zhatapH.
Era casi tan alta como yo, pero mucho más ancha. No corpulenta, sino ancha, pues los gnomos crecen a lo ancho tras llegar a la edad adulta. Se trataba del persona¬je más majestuoso que yo jamás había visto, y del más viejo, si se exceptuaba a Mandy. Sus arrugas contenían otras arrugas, pequeños pliegues de piel aún más pro¬fundos. Tenía los ojos hundidos y de un color cobre turbio.
Hice una reverencia y me tambaleé un poco.
-Yo soy Ela -dije.
Poco a poco fueron llegando otros gnomos y nos ro¬dearon.
-¿Cómo lograste que fuera contigo, chica? -pre¬guntó zhatapH-. No se hubiera ido con cualquier hu¬mano.
-Ela habló con él -respondió Char, orgulloso de mí.
-¿Qué le dijiste?
Dudé. Una cosa era imitar a los loros y otra muy dis¬tinta hablarle a un bebé gnomo. Temí parecer una idiota ante aquella respetable señora.
-fwthchor wvtoogh brzzay eerth ymmadboech evtoogh brzzaY-dije al fin.
-No me extraña entonces que fuera contigo -dijo zhatapH.
-fraecH! -gritó zhulpH alegremente y se revolvió entre los brazos de su abuela.
Una joven gnoma tomó al chiquillo y preguntó:
-¿Dónde has aprendido a hablar en gnómico? -Y a continuación se presentó-: Soy la mamá de zhulpH.
Les expliqué lo de los loros y pregunté qué era exac¬tamente lo que le había dicho a zhulpH.
-Es una expresión de saludo -contestó zhatapH-. En kyrrian significa «Cavar es bueno para el bolsillo y también para hincar el colmillo». -Me tomó la mano y dijo-: zhulpH no será el único a quien salves la vida. Puedo verlo.
-¿Qué más puedes ver? ¿Qué más ocurrirá en mi vida? -pregunté, pues sabía por Mandy que los gno¬mos podían predecir el futuro.
-Los gnomos no entramos en detalles. La ropa que llevarás mañana, o qué dirás, eso es un misterio para nosotros. Sólo vemos el futuro a grandes rasgos, entre¬vemos algunos hechos.
-¿Y cuáles son?
-Peligro, una búsqueda, tres figuras. Están cerca de ti pero no son tus amigas. ¡Ten cuidado con ellas! -ter¬minó diciendo mientras me soltaba la mano.
Cuando volvíamos hacia donde estaban las fieras, Char dijo:
-Hoy triplicaré la guardia alrededor de los ogros. Y pronto cazaré un centauro y te lo regalaré.



Madame Olga fue puntual. Ella y sus hijas observa¬ban cómo subían al coche mi baúl y el barril de tónico. Papá estaba allí para despedirme, y Mandy permanecía de pie, un poco alejada del resto.
-Qué poco equipaje llevas -comentó Hattie. Madame Olga estuvo de acuerdo: -Ela no está equipada como corresponde a su po¬sición, sir Peter. Mis hijas tienen ocho baúles entre las dos.
-Hattie tiene cinco y medio, mamá. Y yo sólo ten¬go. -Olive se calló de repente y se puso a hacer el cálcu¬lo con los dedos-. Bueno, tengo menos, y eso no es justo.
Papá cambió de tema con suavidad:
-Es muy amable por su parte aceptar a Ela, Mada¬me Olga. Sólo espero que esto no le suponga ninguna molestia.
-Oh, en absoluto, querido Peter. Yo no las acompa¬ñaré.
Papá frunció el ceño, no le había gustado que le lla¬mara «querido».
Madame Olga continuó:
-Con el cochero y dos lacayos estarán a salvo de cualquier peligro, exceptuando los ogros, claro. Y en cuanto a eso poco puedo hacer. Además, disfrutarán más solas, sin la compañía de su vieja madre.
Después de una pausa, papá dijo:
-En absoluto puede usted considerarse vieja, Mada¬me. -Luego se volvió hacia mí, y dijo-: Espero que tengas un feliz viaje, cariño. Te echaré de menos. -Y me dio un beso en la mejilla.
«Mentiroso», pensé.
Un lacayo abrió la puerta del coche y ayudó a Hattie y a Olive a subir.
Yo corrí hacia Mandy. No podía marcharme sin un último abrazo.
-Haz que desaparezcan, por favor -le susurré.
-Oh, Ela, cariño. Estarás bien -dijo estrechándo¬me muy fuerte.
-¡Estela, tus amigas te están esperando! -exclamó papá.
Subí al coche, coloqué mi maletín en un rincón e ini¬ciamos la marcha.
Para tranquilizarme puse las manos sobre mi pecho y palpé el collar de mamá que llevaba escondido. Si ella es¬tuviera viva yo no estaría yéndome de casa, en compañía de aquellas horribles criaturas.
-Yo nunca abrazaría a una cocinera -dijo Hattie encogiéndose de hombros.
-Pues claro que no. ¿Qué cocinera dejaría que la abrazases? -repliqué.
Hattie volvió al tema del equipaje:
-Con tan pocas pertenencias, las otras chicas no sa¬brán si eres una criada o una de nosotras.
-¿Qué llevas escondido bajo el vestido? -pregun¬tó Olive.
-¿Es un collar? ¿Por qué lo llevas bajo la ropa? -qui¬so saber Hattie.
-¿Es porque es feo? -inquirió Olive-. ¿Por eso lo escondes?
-No, no es feo.
-Pues entonces muéstranoslo. Olive y yo queremos verlo.
Era una orden, estaba obligada a enseñárselo. No me importó, pues allí no había ningún ladrón que pudiera quitármelo.
-¡Guau! -exclamó Olive-. Es más bonito que la mejor joya de mamá.
-Nadie pensará que eres una criada si lo llevas pues¬to. Es fantástico. Aunque te queda un poco grande. -Hattie lo acarició-. Mira, Olive, qué bonitas son las perlas.
Olive también lo tocó.
-¡Ya basta! -grité apartándolo de ellas.
-No vamos a estropearlo. ¿Puedo probármelo? Ma¬má siempre me deja que me pruebe sus collares, y nunca los estropeo.
-No, no puedes.
-Oh, por favor. Déjamelo. Es un encanto.
Una orden.
-¿Tengo que hacerlo? -pregunté. No pude conte¬nerme. Tendría que haberme mordido la lengua.
Los ojos de Hattie brillaron.
-Sí, tienes que hacerlo. Dámelo.
-Pero sólo un momento -dije quitándomelo de¬prisa, para que no notaran que luchaba contra mi necesi¬dad de obedecer.
-Abróchamelo...
Lo hice, aunque la orden no era para mí sino para Olive.
-Gracias, querida -dijo Hattie, acomodándose en su asiento-. Yo he nacido para llevar joyas como ésta.
-Deja que me lo pruebe, Ela -protestó Olive.
-Cuando seas mayor -respondió Hattie.
Pero yo tenía que obedecer. Traté con todas mis fuer¬zas de ignorar la orden de Olive, pero me vinieron todos los males posibles: tuve retortijones, se me aceleró el pulso, se me cortaba la respiración...
-Déjaselo -balbuceé.
-Mira -dijo Olive-, dice que me lo dejes.
-Yo sé lo que te conviene, Olive. Tú y Ela sois de¬masiado jóvenes y...
Me abalancé sobre Hattie y le desabroché el collar antes de que pudiera reaccionar.
-¡No se lo des, Ela! -gritó-. ¡Devuélvemelo!
Yo se lo devolví.
-Dámelo a mí, Ela -dijo Olive levantando la voz-. No seas tan fresca, Hattie.
Le quité el collar de las manos a Hattie y se lo entre¬gué a Olive.
Hattie se quedó mirándome fijamente.
Empezaba a sospechar algo respecto a mi forma de actuar.
-Mamá llevó este collar en su boda -dije intentan¬do distraer a Hattie-. Y su madre...
-¿Siempre eres tan obediente, Ela? Devuélveme el collar.
-¡No lo soltaré! -chilló Olive.
-Por supuesto que lo harás. A no ser que quieras quedarte sin cena esta noche... -dijo Hattie.
Le arrebaté el collar a Olive. Hattie se lo puso y le dio unos golpecitos, complacida.
-Ela, deberías regalármelo. Por el bien de nuestra amistad.
-No somos amigas -respondí.
-Claro que lo somos. Yo te adoro, y Olive también. ¿Verdad, Olive?
Olive asintió solemnemente.
-Creo que me lo darás si te digo que debes hacer¬lo, así que... Hazlo, Ela, por nuestra amistad. Debes ha¬cerlo.
-Tómalo -dije contra mi voluntad.
-Gracias. Qué amiga tan generosa tenemos, Olive -comentó, y a continuación cambió de tema-: Los criados no han limpiado muy bien el coche. Esa bola de polvo es muy desagradable. No tendríamos que ir en es¬te trasto tan sucio. Recógela, Ela.
Aquella orden me gustó. Recogí la bola de polvo y se la lancé a la cara.
-Toma, es tuya.
Me quedé satisfecha, aunque no por mucho tiempo.

El mundo encantado de Ela de Gail Carson Levine: Capítulo 6

A la mañana siguiente me desperté con los dedos aferrados al collar de mamá. El reloj del palacio del rey Jerrold daba las seis. Perfecto, quería levantarme pron¬to y pasar el día despidiéndome de los lugares que más amaba.
Me puse el collar debajo del vestido y bajé sigilosa¬mente hasta la despensa. Allí encontré una bandeja de bollos recién hechos. Todavía estaban calientes, lancé dos al aire y los atrapé con la falda, que había doblado en forma de cestito. Después, intentando no perder mi desayuno, corrí hacia la parte delantera de la casa y fui directa a ver a papá. Estaba en la entrada, esperando a Nathan para que le trajera el carruaje.
-No tengo tiempo para ti, Estela. Vete a darle la la¬ta a otro. ¡Ah!, y dile a Mandy que volveré con el admi¬nistrador, que nos prepare algo de comer.
Tuve que irme de allí y buscar a alguien para darle la lata, tal y como me había ordenado mi padre. Además de ser peligroso, el hechizo me hacía cometer tonterías, y era el causante de que pareciera tan patosa. Tenía que buscar a alguien... Entonces vi a Bertha cargada con la colada. Fui corriendo y choqué contra ella, de tal forma que se le cayó el cesto de la ropa limpia. Todos mis vesti¬dos, mis medias y mi ropa interior cayeron al suelo. La ayudé a recogerlo todo, pero la pobre tendría que volver a lavarlo de nuevo.
-Señorita, ya es bastante complicado preparar sus cosas en tan poco tiempo como para tener encima que hacerlo dos veces -protestó.
Me disculpé y fui a darle el recado de papá a Mandy, que hizo que me sentara para tomar el desayuno. Des¬pués me dirigí hacia la pequeña colección de animales salvajes que tenía el rey junto a los muros de palacio.
Mis ejemplares favoritos eran los pájaros parlantes y los animales exóticos. Si exceptuamos a la hidra en su pantano y al pequeño dragón, las criaturas exóticas (el unicornio, la manada de centauros, y el grifo y su fami¬lia) vivían en una isla verde rodeada por una extensión del foso del castillo.
El dragón estaba en una jaula metálica. Era muy her¬moso, tan pequeño y feroz, y parecía feliz cuando lanza¬ba fuego; sus ojos de color rubí brillaban entonces de forma maliciosa. Yo había comprado un trozo de queso en un puesto cercano a la jaula y lo arrimé al fuego, lo cual era una hazaña difícil porque se trataba de acercar¬lo lo suficiente para que se tostara, pero no tanto como para que el dragón pudiera atraparlo.
Me pregunté qué iba a hacer el rey Jerrold con aquel dragón cuando creciera. También me pregunté si yo es¬taría allí para conocer su destino.
Más allá, cerca del foso, había un centauro que me observaba. ¿Le gustaría el queso? Me acerqué a él lenta¬mente, esperando que no se asustara y se fuera.
-¡Eh! -dijo una voz.
Me di la vuelta; era el príncipe Charmont, que me ofrecía una manzana.
-¡Oh, gracias! -respondí.
Me acerqué al foso con la manzana en la mano. El centauro olió el aroma de la fruta y trotó hacia mí. Le lancé la manzana. Otros dos centauros se acercaron, también galopando, pero el primero ya había obtenido su premio y comenzó a comérselo, masticando ruidosa¬mente.
-Yo siempre espero que me den las gracias, o que al menos digan: «¿Cómo te atreves a mirarnos de esa for¬ma?» o algo por el estilo -comenté.
-No son lo bastante inteligentes como para poder hablar. Mira qué ojos más inexpresivos tienen -indicó el príncipe.
Yo ya me había fijado en ello, pero quizá Char pen¬sara que era su deber explicar las cosas a sus subditos.
-Aunque pudieran hablar -dije- serían incapaces de pensar en algo que decir.
Después permanecimos en silencio. Entonces Char se echó a reír y exclamó:
-¡Qué graciosa! Eres muy divertida. Igual que lady Estela. -Luego, compungido, añadió-: Lo siento, no quería recordarte a tu madre.
-No te preocupes, pienso a menudo en ella. Casi siempre, mejor dicho.
Caminamos a lo largo de la orilla del foso.
-¿Quieres una manzana? -dijo ofreciéndome otra.
Quería hacerle reír de nuevo. Pateé el suelo con mi pie derecho y eché mi cabeza hacia atrás como si tuviera crin. Abrí los ojos cuanto pude, como lo haría un cen¬tauro, miré fijamente a Char con expresión de estupidez y tomé la manzana.
-¿Creerán los ogros que no vale la pena comerme?
Nos acercamos hasta la cabana de los ogros. A pesar de que estaban encerrados, había soldados en formación para vigilarlos. Un ogro se nos quedó mirando a través de una ventana.
Los ogros no eran únicamente peligrosos por su ta¬maño y crueldad, sino también porque podían conocer todos tus secretos con sólo mirarte, y porque además sa¬bían usar ese conocimiento. Podían ser irresistiblemente persuasivos si así lo querían. Cuando un ogro había terminado su primera frase en kyrrian se te olvidaban hasta sus dientes puntiagudos, la sangre seca bajo sus uñas y las matas de tosco pelo negro que le cubrían la cara. Te parecía incluso guapo, y pensabas que era tu mejor ami¬go. Al final de su segunda frase, te había conquistado de tal manera que podía hacer contigo lo que quisiera: me¬terte en una cazuela para cocinarte, o comerte crudo, si tenía mucha prisa.
-pwich aooyeh zcboaK -balbuceó una voz suave.
-¿Has oído eso? -pregunté.
-No parece un ogro. ¿De dónde vendrá?
-pwich aooyeh zchoaK -repitió la voz, esta vez en tono suplicante.
Un bebé gnomo asomó su cabeza por un acueducto que había a pocos metros de la cabana. Lo vi a la vez que el ogro, que podía alcanzarlo desde donde se encontraba. Fui corriendo a por la criatura, pero Char fue aún más rápido. Lo agarró justo antes de que lo hiciera el ogro. Char retrocedió con el niño entre sus brazos, que se re¬torcía tratando de soltarse.
-Dámelo -le dije pensando que podría calmarlo.
Char me lo dio.
-szEE frah myNN -gruñó el ogro mirando a Char-. myNN SSyng szEE. myNN thOosh forns.
Luego cambió su expresión y se dirigió a mí entre risas-: mmeu ngah suSS hijyNN eMMong. myNN whadz szEE uw. SZEE AAh ohrth hahj ethSSifszEE.
Varias lágrimas de regocijo bajaron por sus mejillas, dejando finas vetas sobre su sucia cara.
Entonces dijo en kyrrian, sin molestarse ni en usar un tono persuasivo:
-Acércate y dame al niño.
Yo me quedé quieta. Tenía que romper el hechizo, mi vida y la del pequeño dependían de ello. Mis rodillas empezaron a temblar ante el impulso de caminar. Al in¬tentar contenerme, los músculos de mis pantorrillas se tensaron y me dio un calambre. Me aferré al pequeño gnomo en un esfuerzo por resistirme, mientras el bebé gritaba y se revolvía entre mis brazos.
El ogro siguió riendo, y a continuación volvió a hablar:
-Obedéceme inmediatamente. Ven ahora mismo.
Avancé hacia él, en contra de mi voluntad. Luego me detuve y el temblor empezó de nuevo: otro paso, y otro. Sólo veía su mirada maliciosa y amenazante, cada vez más y más cerca.

viernes, 22 de octubre de 2010

El mundo encantado de Ela de Gail Carson Levine: Capítulo 5

La noche siguiente cené con papá. Tuve problemas para sentarme porque Bertha me había hecho un elegante vestido con unas enaguas muy voluminosas.
En nuestros platos había espárragos cubiertos con mostaza de estragón. Papá bebía de una copa de cristal tallado. Cuando por fin conseguí colocarme en mi silla, papá hizo una señal a Nathan para que le sirviera más vino.
-Mira, Estela, cómo recoge la luz –dijo levantando la copa-. Hace que el vino brille como rubí.
-Es bonito –respondí.
-¿Eso es todo? ¿Solo bonito?
-Muy bonito, supongo –dije, resistiéndome a que me gustara algo que papá también iba a vender.
-Te gustaría más si bebieras de esta copa. ¿Has probado alguna vez el vino?
-Mandy nunca me lo ha permitido.
Entonces intenté alcanzar la copa, pero las mangas de mi vestido se mancharon con la salsa de los espárragos. La copa todavía no estaba a mi alcance; me puse de pie, pisé la larga falda y perdí el equilibrio. Para no caerme levanté el brazo, lo que hizo que me desplomara sobre la mesa y chocase contra el hombro de papá. Total, que la copa se cayó y se rompió limpiamente por la base, en dos trozos. Una mancha roja se extendió por el mantel, y unas gotas de vino mancharon la camisa de papá.
Me preparé para recibir una reprimenda, pero en lu¬gar de reñirme, mientras se limpiaba la camisa con una servilleta, papá dijo:
-Ha sido una tontería por mi parte. Cuando te he visto entrar ya me he dado cuenta de que no podrías arreglártelas tú sola.
Mientras, Nathan y otra criada retiraron el mantel y la copa rota.
-Lo siento -dije.
-Eso no recompondrá la copa, ¿no crees? -Parecía que su furia se iba a desatar, pero de pronto se sosegó-. Se aceptan tus disculpas. Cambiémonos de ropa y reto¬memos nuestra cena.
Estuve de vuelta un cuarto de hora más tarde, con un vestido corriente.
-Es culpa mía -dijo papá mientras comía un espá¬rrago-. He dejado que crezcas como un zoquete.
-¡No soy un zoquete!
Mandy no tenía pelos en la lengua, pero nunca me había llamado así. «Patosa», «desmañada» o «desgarba¬da», pero nunca «zoquete». «Alocada», «pies torpes», pero nunca «zoquete».
-Aunque todavía eres joven y puedes aprender. Me gustaría que algún día te relacionases con gente civilizada.
-No me gusta la gente civilizada.
-Quizá necesite que resultes agradable a alguna persona civilizada. Ya lo he decidido; irás a la escuela de señoritas.
No podía ir allí. No, no iría.
-Pero dijiste que podía tener una institutriz. ¿No te resultaría más económico eso que mandarme a la es¬cuela?
Una camarera retiró los espárragos y sirvió un plato de vieiras con tomate.
-Qué delicadeza por tu parte al preocuparte por eso. Pero una institutriz sería mucho más cara. Y además no tengo tiempo para entrevistar institutrices. Dentro de dos días irás a la misma escuela de educación social para señoritas a la que van las hijas de Madame Olga.
-No iré.
Él continuó como si no hubiese oído nada:
-Escribiré una carta a la directora y te dejaré en sus manos, junto a una bolsa llena de suficientes monedas de oro para que no pueda protestar al recibir una nueva alumna ahora que ya ha empezado el curso.
-No iré.
-Tú harás lo que yo te diga, Estela.
-No iré.
-Ela... -Probó una vieira y siguió hablando mien¬tras masticaba-. Tú padre no es un hombre bueno, co¬mo ya te habrán dicho los criados si no me equivoco.
Yo no lo negué.
-Deben de haberte dicho que soy egoísta, y llevan razón. Deben de haberte dicho que soy impaciente, y también es verdad. Deben de haberte dicho que siempre voy a la mía, y es cierto que lo hago.
-Yo también -dije, sabiendo que no era verdad.
El me sonrió con admiración.
-Mi hija es la chica más valiente de Kyrria -dijo. Luego su sonrisa se desvaneció, y sus labios se con¬trajeron formando una línea fina y dura-. Pero irás a la escuela de señoritas aunque tenga que llevarte a ras¬tras. Y no será un viaje de placer si ello me quita tiem¬po para dedicarme a mis negocios. ¿Lo has entendi¬do, Ela?
Cuando papá se enfadaba me recordaba a un muñeco de feria, un puño de piel atado a un resorte que se usa en los teatros de marionetas. Cuando se suelta el muelle el puño golpea a una pobre marioneta. Con papá, lo que me ocurría era que no temía al puño sino al muelle, por¬que éste determinaba la fuerza del golpe. La cólera en sus ojos era tan tensa que no sabía qué pasaría si el mue¬lle se disparaba. Odiaba estar asustada, pero la verdad es que lo estaba.
-Iré a esa escuela -dije sin poder reprimirme-, pero la detestaré.
La sonrisa volvió a sus labios.
-Eres libre de odiarla o de amarla. Lo único que me importa es que vayas a esa escuela.
Aquello no era una orden, aunque lo parecía. No era muy distinta de otras que me veía obligada a obedecer. Abandoné el comedor y papá no me detuvo.
Aún era pronto para ir a dormir, pero a pesar de ello fui a mi habitación y me puse el camisón. Llevé mis mu¬ñecas, Flora y Rosamunda, hasta mi cama y me metí dentro. Hacía mucho tiempo que no dormía con ellas, pero aquella noche necesitaba su calor familiar. Las co¬loqué sobre mi estómago y esperé a que llegara el sueño. Pero no podía dormirme. Empecé a llorar y abracé a Flora.
-Cariño -oí decir mientras se abría la puerta y en¬traba Mandy con su tónico y con una caja que dejó so¬bre la mesilla. Luego me abrazó y me pasó la mano por la frente.
-No quiero ir -dije apoyando mi cara en su hombro.
-Lo sé, pequeña -contestó. Me abrazó durante lar¬go rato, y casi me quedé dormida. Luego se apartó de mí y dijo-: Es la hora de tu tónico.
-Hoy me lo salto.
-Ni hablar, hoy es cuando más te conviene. No quiero que te pongas mala cuando más necesitas estar fuerte -dijo mientras sacaba una cuchara de su delan¬tal-. Tomarás tres cucharadas.
Me preparé para tomarlo. El tónico era delicioso, sabía a nueces, pero al tragarlo tenía una consistencia viscosa que resultaba desagradable. Cada cucharada ba¬jaba lentamente por mi garganta, y después intentaba tragar saliva para quitarme aquella desagradable sensa¬ción. Luego me sentía mejor. Bueno, sólo un poco me¬jor. Lista para volver a hablar. Me acomodé en la falda de Mandy.
-¿Por qué se casó mamá con él? -pregunté. Hacía mucho que quería hacer aquella pregunta, me había preo¬cupado desde que empecé a tener uso de razón.
-Hasta que se casaron, sir Peter era muy cariñoso con lady Estela. Yo no me fiaba de él, pero tu madre no quiso escucharme. Y su familia no aprobaba la bo¬da porque él era pobre. Pero eso hacía que tu madre le amara más todavía. Era así de bondadosa. -La ma¬no de Mandy dejó de acariciarme la frente y conti¬nuó-: Ela, cielo, intenta que tu padre no sepa nada del hechizo.
-¿Por qué? ¿Qué pasaría si lo supiera?
-Él está acostumbrado a hacer prevalecer su opi¬nión. Siempre ha sido así.
-Mamá me ordenó que no se lo contara nunca. De todas formas, tampoco lo hubiera hecho.
-Entonces, perfecto -dijo Mandy volviendo a aca¬riciar mi frente.
Cerré los ojos, pero no podía dejar de pensar.
-¿Cómo crees que me irá en la escuela?
-Creo que allí conocerás a chicas encantadoras. Pe¬ro ahora siéntate. ¿No quieres ver tus regalos?
Me había olvidado completamente de la caja.
-¿Regalos?
-Uno por uno -dijo Mandy ofreciéndome la ca¬ja-. Esto es sólo para ti, llévalo siempre, adondequiera que vayas.
En el interior había un libro de cuentos de hadas. Nunca había visto ilustraciones tan bellas, parecía que estuvieran vivas. Lo hojeé maravillada.
-Cuando lo mires te acordarás de mí y te sentirás mejor.
-No lo leeré hasta que me haya ido, así todas las historias me parecerán nuevas.
Mandy rió.
-No creas que lo vas a terminar tan rápido. Crecerá contigo -dijo mientras sacaba de su delantal otro pa¬quete-. Esto era de tu madre. Ella hubiera querido que lo tuvieras tú.
¡Era el collar de mamá! Lo formaban unas cadenas de plata que me llegaban casi a la cintura, con un diseño trenzado, hecho de plata tachonada con pequeñas perlas.
-Crecerás llevándolo, cariño, y estarás tan hermosa luciéndolo como lo estaba tu madre.
-Lo llevaré siempre puesto.
-Pero debes tener cuidado y esconderlo bajo el ves¬tido cuando estés fuera. Es muy valioso. Lo hicieron los gnomos. -Entonces sonó la campanilla en el piso de abajo-. Tu padre llama.
Abracé a Mandy con todas mis fuerzas, pero ella se zafó de mis brazos.
-Deja que me vaya, cariño -dijo dándome un fuer¬te beso en la mejilla.
Me acomodé entre las sábanas, y el sueño me venció enseguida.

jueves, 21 de octubre de 2010

Brillar...

La Luna es realmente hermosa, pero no es capaz de relucir por si misma, necesita el bello fulgor del Sol para destacar entre las estrellas y darnos cuenta de que es diferente, de que no es otra estrella más, de que es un satélite amante del Sol.

Siempre hemos escuchado el dulce amorío imposible entre ellos, que solo sucumbe a la tentación con la magia del eclipse, pero, por esa regla, ¿no es la Tierra otra amante pasional del Sol? ¿Venus? ¿Y Marte?

Todos lucen sus maravillas , de la forma más dulce hasta la más enigmática, con su ayuda radiante. Refulgen, brillan, pero no son solitarios, siempre necesitan una mano amiga. El Sol, que tiene ese poder, ¿qué quiere? ¿Por qué los ayuda? ¿Se ríe de ellos? ¿Se siente solo?

¿Por qué?

viernes, 1 de octubre de 2010

La calma, tan dulce, me envolvía con suavidad, como una suave tela de seda, llena de su aromático aroma. Sentir la brisa, refrescante y amorosa, juguetear con mi pelo de forma risueña y las olas mojar mis pies de forma juguetona, me transportaba a un lugar pacífico, en el que ni mis locas ideas podían amargarme. La tela azul de mi marinera, en un juego con la brisa, cosquilleaba mi vientre, provocándome una sonrisa mientras la arena se colaba traviesa entre mis pies, recorriéndolos como niños pequeños el parque. Los colores azules, violáceos y dorados se mezclaban con delicadeza en el cielo, con el sol ocultando las últimas estrellas y sin ninguna nube en el precioso cielo. Aún así, la Luna brillaba, blanca, pura, etérea en el cielo. Tan pálida, rodeada por el violeta del cielo, que parecía una ilusión. Al frente, por donde reinaban las olas, se veía al majestuoso sol aparecer en escena, iluminándolo todo con su esplendor, mezclándose con los otros colores del cielo. Di vueltas y me sorprendí al ver, que mientras el sol iluminaba en una parte, la otra aún estaba teñida de azul oscuro, débilmente iluminada por la Luna, que a su vez era iluminada por el Sol.Observe como el dorado del Sol lo teñía todo de una forma increíblemente irreal. El suave movimiento de las palmeras, las olas correteando en la arena y el aire cálido saludaban la llegada de un nuevo día. Definitivamente, mi momento del día favorito era el amanecer.

El mundo encantado de Ela de Gail Carson Levine: Capítulo 4

Mi boca se abrió automáticamente. Me acerqué la cu¬chara y un sorbo de sopa caliente descendió por mi gar¬ganta. Mandy había escogido las zanahorias que estaban en su punto, las más dulces, las más jugosas. Otros aro¬mas acompañaban al de las zanahorias: el del limón, el del caldo de tortuga y el de una especia que no podía identificar. Era la mejor sopa del mundo, aquella sopa mágica que sólo Mandy podía preparar.
La alfombra, la sopa... Eran mágicas... Entonces, ¡Mandy era un hada! Pero si lo era, ¿por qué dejó que mamá muriera?
-Tú no eres un hada.
-¿Por qué no?
-Si lo fueras habrías salvado a mamá.
-¡Oh, cariño!, lo habría hecho si hubiera podido. Si tu madre no hubiese quitado la crin de su sopa ahora es¬taría viva.
-Si lo sabías, ¿por qué no se lo dijiste?
-Lo supe cuando ya era demasiado tarde y tu madre estaba muy enferma. Ya no podía hacer nada para sal¬varla.
Me desplomé sobre la silla que había junto a la estu¬fa, sollozando tan amargamente que luego me costó re¬cuperar el aliento. Entonces Mandy me abrazó, y lloré sobre los volantes que rodeaban el cuello de su delan¬tal, allí donde había llorado tantas otras veces por cual¬quier nimiedad. Una lágrima cayó sobre mi dedo. Era de Mandy, que también lloraba. Su cara estaba congestio¬nada.
-Yo también era su hada madrina, y también la de tu abuela -dijo Mandy mientras se sonaba la nariz.
Aparté los brazos de Mandy para verla mejor. No podía ser un hada. Las hadas son esbeltas, jóvenes y be¬llas. Mandy era lo suficientemente alta para ser un hada, pero ¿quién ha visto nunca una con el pelo gris rizado y con papada?
-Demuéstramelo -le ordené.
-¿Que te demuestre qué?
-Pues que eres un hada. Desaparece, o haz algún truco.
-No tengo por qué demostrarte nada. Además, a excepción de Lucinda, las hadas no desaparecen en pre¬sencia de los mortales.
-Pero ¿podéis hacerlo?
-Pues claro que podemos, lo que pasa es que no lo hacemos. Lucinda es la única lo suficientemente tonta y grosera como para hacerlo.
-¿Y por qué es tonta?
-Porque se cree más importante si demuestra sus poderes mágicos -contestó Mandy mientras empezaba a lavar los platos-. Venga, ayúdame.
-¿Lo saben Nathan y Bertha? -pregunté mientras llevaba los platos a la pila.
-¿Saber qué?
-Que eres un hada.
-¡Otra vez con lo mismo! Nadie excepto tú lo sabe. Y será mejor que guardes el secreto -dijo Mandy con cara de pocos amigos.
-¿Porqué?
Mandy no me contestó. Se limitó a fruncir el ceño.
-Lo prometo. Pero ¿por qué?
-Te lo diré; a la gente le gusta pensar que existen las hadas, pero cuando encuentran una de verdad siempre surgen problemas -comentó mientras aclaraba una fuen¬te y me la pasaba. Luego dijo-: Tú secas.
-¿Por qué?
-Porque la vajilla está mojada, por eso -respon¬dió, y al ver mi cara de sorpresa dijo-: Hay dos razones básicas. Como la gente sabe que podemos hacer magia quiere que resolvamos los problemas por ellos. Y si no lo hacemos se ponen como locos. La otra razón es que somos inmortales, y eso no pueden soportarlo. Después de que muriera su padre, lady Estela no me habló duran¬te una semana.
-¿Y por qué a Lucinda no le importa que la gente sepa que es un hada?
-A la muy tonta le gusta presumir. Quiere que to¬dos le den las gracias cuando otorga uno de sus horribles dones.
-¿Son siempre horribles?
-Sí, siempre lo son. Claro que hay gente que está encantada de recibir un regalo de un hada, aunque les haga desgraciados para toda la vida.
-¿Y cómo sabía mamá que tú eras un hada? ¿Por qué me lo has contado a mí?
-Todos los de tu linaje son amigos de las hadas. Tú tienes sangre de hada en tus venas.
-¡Sangre de hada! ¿Puedo entonces hacer magia? ¿Soy inmortal? ¿Mamá lo habría sido si no se hubie¬ra puesto enferma? ¿Tienen muchos amigos las hadas?
-En realidad muy pocos. Aquí, en Kyrria, tú eres la única. Y acerca de tus otras preguntas, debo responderte que no tienes poderes mágicos ni eres inmortal. Sólo tie¬nes una gota de sangre de hada. Pero hay una cosa que delata que hay algo mágico en ti: tus pies. Son más pe¬queños de lo normal, y no han crecido desde hace mu¬cho tiempo. Eso es un rasgo característico de los seres mágicos.
-Ninguna parte de mi cuerpo ha crecido desde ha¬ce tiempo, si te refieres a eso.
-No es cierto. Tú crecerás, pero tus pies no. Ten¬drás pies de hada, como tu madre. -Mandy dijo aquello mientras levantaba su falda y las cinco enaguas que lle¬vaba debajo para mostrarme sus pies, no mucho más grandes que los míos-. Somos demasiado altas para te¬ner unos pies tan pequeños. Es lo único que no podemos cambiar con nuestra magia. Los hombres que tienen poderes mágicos rellenan sus zapatos para que nadie se dé cuenta de que tienen los pies pequeños, y nosotras, las hadas, los ocultamos bajo nuestras faldas.
Asomé uno de mis pies fuera del vestido. Tener los pies pequeños era elegante, pero ¿me harían ser más tor¬pe cuando creciera? ¿No sería más difícil guardar el equi¬librio?
-Si quisieras, ¿podrías hacer que me crecieran los pies? O... -Me detuve pensando en alguna otra posibi¬lidad, mientras miraba la lluvia que caía-. ¿Podrías de¬tener la lluvia?
Mandy asintió con la cabeza.
-Hazlo, por favor.
-¿Y por qué tendría que hacerlo?
-Por mí. Quiero ver magia, magia mayor.
-Nosotras no hacemos magia mayor. Sólo la hace Lucinda. Es demasiado peligroso.
-¿Qué hay de peligroso en detener una tormenta?
-Quizás algo, quizá nada. Usa tu imaginación.
-Aclarar el cielo tiene que ser algo bueno. La gente podría salir...
-Usa tu imaginación -repitió Mandy.
-Los pastos necesitan agua, las cosechas también...
-¿Qué más? -continuó Mandy.
-Quizás algún ladrón esté a punto de robar, y no lo hace debido al mal tiempo.
-¡Eso es! O quizá si detengo la lluvia podría ini¬ciarse una sequía y luego tendría que remediarlo, por¬que habría sido por mi culpa. Y quizá la lluvia que vi¬niera después podría romper una rama y caer sobre el tejado de una casa, y entonces también tendría que arre¬glar ese desastre...
-Pero tú no tendrías la culpa de todo eso. Los due¬ños de la casa tendrían que haber construido un tejado más resistente.
-Quizá sí, quizá no. O a lo mejor mi magia podría provocar una inundación y causar víctimas. Éste es el problema de la magia mayor. Por eso yo sólo practico magia menor: buenos guisos, mi sopa curativa, mi tó¬nico...
-Cuando Lucinda me hechizó, ¿practicó la magia mayor?
-Pues claro que sí. ¡La muy tonta! -exclamó Man¬dy, mientras fregaba con tanta fuerza una olla que cho¬có con gran estruendo contra la pila de cobre y se partió.
-Dime cómo romper el hechizo. Por favor, Mandy.
-No sé cómo hacerlo, sólo sé que puede romperse.
-Si le digo a Lucinda lo terrible que es para mí, ¿tú crees que lo deshará?
-No sé. Tal vez sí. Pero si te levanta ese hechizo pue¬de hacerte otro todavía peor. El problema de Lucinda es que todas las ideas que entran en su cabeza salen conver¬tidas en hechizos.
-¿Qué aspecto tiene?
-Es distinta al resto de nosotras. Pero será mejor que nunca llegues a conocerla.
-¿Dónde vive? -pregunté, por si podía encontrarla y persuadirla de que rompiera mi hechizo. Quizá Mandy estaba equivocada acerca de Lucinda.
-No tenemos buenas relaciones. No me interesa por dónde anda esa tonta de Lucinda. ¡Cuidado con ese tazón!
La orden llegó demasiado tarde. Fui a buscar la es¬coba mientras preguntaba:
-¿Son todos los amigos de las hadas tan torpes co¬mo yo?
-No, cariño. La sangre de hada no hace que uno sea torpe, eso es propio de los humanos. ¿Me has visto algu¬na vez romper un plato?
Empecé a barrer, pero no fue necesario. Los trozos del tazón se reunieron y fueron directos a la basura, co¬mo por arte de magia. No podía creerlo.
-Ése es el tipo de cosas que hago, cariño. Magia me¬nor, que no puede causar ningún daño y sin embargo es útil. No quedan trozos cortantes en el suelo.
Miré fijamente la basura; los fragmentos de loza se¬guían allí.
-¿Por qué no reconstruiste el tazón, Mandy? -pre¬gunté.
-El poder de la magia es muy fuerte, aunque no lo parezca. Podría herir a alguien, nunca se sabe.
-¿Quieres decir -continué- que las hadas no po¬déis ver el futuro? Si pudierais lo haríais, ¿verdad?
-No podemos prever el futuro. En eso somos co¬mo tú. Sólo los gnomos pueden hacerlo, bueno, sólo algunos.
Sonó una campanilla en la casa; papá estaba llamando a los sirvientes. Mamá nunca la había usado.
-¿Tú también eras el hada madrina de mi bisabuela?
Se me ocurrían infinidad de preguntas: «¿Durante cuánto tiempo había sido Mandy nuestra hada madrina? ¿Qué edad tenía...?» Entonces entró Bertha, anunciando que sir Peter quería verme en el estudio.
-¿Qué quiere? -pregunté.
-No lo ha dicho -contestó Bertha nerviosa, mien¬tras jugueteaba con una de sus trenzas.
Bertha se asustaba por cualquier cosa. ¿Qué había de malo en ello? Mi padre quería hablar conmigo, eso era todo.
Terminé de secar un plato, luego otro, y otro.
-Por favor, no se entretenga, señorita -dijo Bertha.
Iba a secar otro plato cuando Mandy me aconsejó que fuera enseguida, y que me quitara el delantal. También pa¬recía asustada. Hice lo que me sugirió y fui a ver a papá.
Me detuve en el umbral del estudio. Papá estaba sen¬tado en el sillón que solía ocupar mamá. Examinaba algo que reposaba en sus rodillas.
-¡Ah, ya estás aquí! -dijo levantando la vista-. Acércate, Estela.
Le miré, desafiando su orden. Entonces di un paso hacia delante. Era el mismo juego al que jugaba con Mandy: obediencia y desafío.
-He dicho que te acerques, Estela.
-Ya estoy cerca.
-No lo suficiente. No tengas miedo, no voy a mor¬derte. Sólo quiero que nos conozcamos un poco más. -Se acercó a mí y me condujo hasta una silla que había frente a la suya-. ¿Has visto alguna vez algo tan ma¬ravilloso como esto? -comentó mientras me mostraba el objeto que reposaba en sus rodillas. A continua¬ción me lo tendió-. También puedes sostenerlo tú, aunque es bastante más pesado de lo que parece a sim¬ple vista.
En ese momento pensé en dejar caer aquel objeto, ya que tanto le gustaba. Pero una vez que lo hube mirado ya no pude hacerlo.
Se trataba de un castillo de porcelana no más grande que mis dos puños juntos, con seis torres diminutas, ter¬minadas en un candelabro en miniatura. Y... ¡Oh! Entre las ventanas de las torres pendía un hilo de gasa del que colgaba... ¡La colada! Había allí unos calcetines, una tú¬nica, un delantal de bebé, todo tan fino como el hilo de una tela de araña. Pintada en una ventana del piso de abajo, aparecía una doncella que saludaba con un pañue¬lo de seda.
Papá me lo quitó de las manos.
-Cierra los ojos.
Oí cómo cerraba las pesadas cortinas y le espié con los ojos entrecerrados. No me fiaba de él. Puso el casti¬llo sobre la repisa de la chimenea, colocó unas velas en ella y las encendió.
-Ahora abre los ojos.
Corrí para verlo más de cerca. El castillo era una ma¬ravilla que resplandecía. Las llamas hacían relucir los tintes perlados de las paredes blancas, y las ventanas brillaban con una luz dorada que sugería fuegos vivos en el interior.
-¡Oh! -exclamé.
Papá abrió las cortinas y sopló las velas.
-Es fantástico, ¿no crees?
Asentí con la cabeza.
-¿Dónde lo has conseguido?
-Es de los elfos, uno de ellos lo hizo. Son unos al¬fareros fantásticos. Es obra de uno de los alumnos de Agulen. Siempre he querido tener un Agulen auténtico, pero éste no está mal.
-¿Dónde vas a ponerlo?
-¿Dónde quieres que lo ponga, Ela?
-En una ventana.
-¿En la de tu habitación?
-En cualquiera, pero junto a una ventana, para que su titilar se vea desde dentro y desde fuera de la casa.
Papá me miró fijamente durante unos segundos.
-Le diré a su futuro comprador que haga lo que dices.
-¡Lo vas a vender!
-Soy un comerciante, Ela. Me dedico a vender co¬sas. -Después reflexionó para sí mismo-: Quizá pue¬da venderlo como un Agulen auténtico. ¿Quién notaría la diferencia? -Luego volvió a dirigirse a mí-: Ahora ya sabes quién soy: sir Peter, el mercader. Pero dime, ¿quién eres tú?
-Una hija que antes tenía una madre.
Hizo caso omiso de mi respuesta.
-Pero ¿quién es Ela?
-Una muchacha a quien no le gusta que la interro¬guen.
Pareció satisfecho con mi respuesta.
-Eres valiente al atreverte a hablarme así -comen¬tó, mirándome de arriba abajo-. Tienes mi barbilla -dijo acariciándomela-. Fuerte, decidida. Y mi nariz. Y mis ojos, aunque los tuyos sean verdes. Muchos de tus rasgos los has heredado de mí. Me gustaría saber cómo serás cuando crezcas.
¿Por qué creería papá que era agradable hablarme así, como si fuera un retrato y no una chica?
-¿Qué debo hacer contigo? -se preguntó a sí mismo.
-¿Por qué tienes que hacer algo conmigo?
-No puedo dejar que crezcas como un pinche de cocina. Debes recibir una educación -dijo, y entonces cambió de tema-. ¿Qué te parecen las hijas de Madame Olga?
-No son demasiado agradables -respondí.
Papá rió con ganas, echando la cabeza hacia atrás y agitando los hombros.
¿Qué era lo que le hacía tanta gracia? No me gusta¬ba que se rieran de mí. Intenté decir algo agradable acer¬ca de las odiosas Hattie y Olive:
-Tienen buenas intenciones, creo.
Papá se enjugó las lágrimas de los ojos.
-No tienen buenas intenciones. La mayor es una desagradable liante, como su madre, y la más joven es una simplona. No hay cabida en sus cabezas para las buenas intenciones. -El tono de su voz se tornó serio-: Pero Madame Olga tiene títulos, y es rica.
-¿Qué tiene eso que ver?
-Quizá debería mandarte a la escuela de señoritas, junto a las hijas de Madame Olga. Deberías aprender a caminar con elegancia, y no como un pequeño elefante.
¡Una escuela para señoritas! Tendría que dejar a Mandy. Y constantemente me dirían qué debía hacer, y yo tendría que hacerlo, fuese lo que fuese. Intentarían li¬brarme de mi torpeza, pero no lo conseguirían. Enton¬ces me castigarían, y yo me vengaría, y a continuación me volverían a castigar.
-¿Por qué no puedo quedarme aquí?
-Quizá podría buscar una institutriz. Si es que en¬cuentro alguna...
-Preferiría tener una institutriz, papá. Estudiaría mucho si la tuviera.
-¿Y si no, no lo harías? -preguntó levantando las cejas, aunque hubiera jurado que le hacía gracia lo que yo decía. Se puso de pie y se acercó al escritorio donde mamá solía llevar las cuentas de la casa-. Ahora vete, tengo trabajo.
Cuando me despedía dije:
-Quizá los pequeños elefantes no pueden ser admi¬tidos en las escuelas de señoritas. Quizá los pequeños elefantes no pueden ser adiestrados. Quizá...
Me callé: papá estaba riendo de nuevo.

lunes, 20 de septiembre de 2010

El mundo encantado de Ela de Gail Carson Levine: Capítulo 3

Cuando llegamos a casa papá me ordenó que me cambiara de ropa y que bajara enseguida a saludar a los invitados que habían venido a darnos el pésame.
Mi habitación estaba tranquila. Todo estaba igual que cuando vivía mamá: los pájaros bordados en mi col¬cha, a salvo en su mundo de hojas de punto de cruz; mi diario sobre la cómoda; mis amigas de infancia (Flora, la muñeca de trapo, y Rosamunda, la de madera y vestido de siete volantes), que dormían en su canasto... Me sen¬té en la cama, debatiéndome entre la necesidad de cum¬plir lo que me había mandado papá y el deseo de encon¬trar consuelo en mi habitación, en mi cama, en la leve brisa que entraba por la ventana. Al final no tuve más re¬medio que obedecer.
Una vez oí que Bertha le decía a Mandy que papá era una persona sólo por su aspecto, ya que en su interior no había más que ceniza, monedas y cerebro. Mandy no estaba de acuerdo, decía que él era humano hasta la mé¬dula. Lo que pasaba es que era el ser más egoísta del mundo. Mucho más que ningún hada, gnomo, elfo o gigante.
Tardé tres largos minutos en vestirme. Aquél era un juego horrible, pues jugaba conmigo misma a tratar de romper el maleficio y a comprobar cuánto podía resistir ante la necesidad de cumplir una orden. Al poco rato me zumbaban los oídos, y el suelo se inclinaba de tal for¬ma que parecía que iba a caerme de la cama. Abracé mi almohada hasta que me dolieron los brazos, como si aquélla fuera un ancla a la que aferrarse para huir de la necesidad de obedecer. Estaba a punto de estallar y rom¬perme en mil pedazos. Me levanté, me dirigí al vestidor y me encontré mejor de inmediato.
A pesar de que sospechaba que papá quería que lle¬vara otro vestido, me puse el preferido de mamá. Ella decía que aquel verde tan vivo hacía resaltar mis ojos. Yo opinaba que parecía un saltamontes con cabeza humana y pelo liso, pero al menos el traje no era negro. Mamá odiaba la ropa negra.
El vestíbulo estaba lleno de gente vestida de luto. Pa¬pá vino hacia mí enseguida.
-Esta es mi hija, la joven Estela -dijo en voz alta, y luego dirigiéndose a mí susurró-: Pareces una planta con ese vestido. Se supone que deberías ir vestida de lu¬to. Creerán que no respetabas a tu...
De pronto fui aferrada por dos brazos rechonchos, cubiertos por dos mangas de crujiente satén negro.
-¡Mi pobre niña, lo sentimos tanto por ti! -excla¬mó una voz dulzona-. ¡Oh, sir Peter, es sumamente triste verle en esta circunstancia tan trágica! -termi¬nó diciendo, a la vez que me daba un fuerte abrazo. La que estaba hablando era una mujer alta y estirada, con el cabello largo y ondulado, de color miel. Su cara es¬taba maquillada de blanco y sus mejillas cubiertas de colorete.
La acompañaban dos versiones reducidas de ella, aunque éstas iban sin maquillaje. La más joven no tenía la melena de su madre, sino unos rizos que dejaban en¬trever el cuero cabelludo y que parecían fuertemente pe¬gados a él con algún tipo de cola.
-Ésta es Madame Olga -dijo papá, dando un golpecito a la señora en el brazo.
En respuesta hice una reverencia, con tal mala pata que tropecé con la más joven de las chicas.
-Mis disculpas -balbuceé.
Ella no respondió, ni se movió, ni tan siquiera me di¬rigió una mirada.
Papá continuó con la conversación:
-¿Son éstas tus maravillosas hijas?
-Son mis dos tesoros. Esta es Hattie, y ésta Olive. Están a punto de terminar sus estudios en la escuela de educación social para señoritas.
Hattie debía de ser dos años mayor que yo.
-Encantada de conocerte -dijo, enseñando unos enormes dientes al sonreír. Y me tendió la mano en es¬pera de que yo se la besara e hiciera una reverencia. Me quedé perpleja, sin saber qué hacer. Hattie bajó el brazo, aunque sin dejar de sonreír.
Olive era aquella con la que acababa de tropezar.
-Encantada de conocerte -dijo con una voz apenas audible. Era más o menos de mi edad, y tenía el ceño permanentemente fruncido.
-Consolad a Estela -indicó Madame Olga a sus hi¬jas-. Tengo que hablar con sir Peter -concluyó mien¬tras tomaba a papá del brazo.
-Nuestros corazones están muy tristes -empezó a decir Hattie-. Cuando te pusiste a llorar de aquella for¬ma durante el funeral me diste mucha pena.
-Por cierto, el verde no es color de luto -subrayó Olive.
Hattie echó un vistazo a la sala.
-Es un hermoso salón, casi tan elegante como el que tendré en el futuro. Nuestra madre, Madame Olga, dice que tu padre es muy rico, que puede sacar dinero de cualquier cosa.
-Sí, hasta de las piedras -añadió Olive.
-Nuestra madre, Madame Olga, dice que tu padre era pobre antes de casarse con tu madre. Nuestra madre dice que lady Estela ya era rica cuando se casó, pero que tu padre la hizo aún más rica.
-Nosotras también somos ricas -aseguró Olive-. Tenemos suerte de serlo.
-¿Nos enseñarías el resto de la casa? -sugirió Hattie.
Subimos al piso de arriba y Hattie se puso a fisgo¬nearlo todo. Abrió el armario de la habitación de mamá, y antes de que pudiera detenerla pasó la mano por todos los vestidos. Cuando volvimos al salón, anunció:
-Cuarenta y dos ventanas, y una chimenea en cada habitación. Las ventanas deben de haber costado un co¬fre lleno de monedas.
-¿Quieres saber algo de nuestra casa? -preguntó Olive.
No me interesaba lo más mínimo saber cómo era su casa.
-Tendrías que visitarnos y verla por ti misma -res¬pondió Hattie a mi silencio.
Estábamos de pie junto a una mesa con montañas de comida. Había desde un ciervo asado, cuya cornamenta estaba decorada con hiedra, hasta galletas de mantequi¬lla, tan pequeñas y tan finas como copos de nieve. Me pregunté cómo habría tenido Mandy tiempo para coci¬nar todo aquello.
-¿Os apetece comer algo?
-Bue... -iba a contestar Olive, pero su hermana la interrumpió.
-Oh no, gracias. Nunca comemos en las fiestas. La emoción nos quita el apetito.
-Mi apetito... -trató de decir Olive.
-Tenemos muy poco apetito. Mamá está preocu¬pada. Pero de todas formas, parece todo buenísimo -di¬jo Hattie acercándose a la mesa-. ¡Los huevos de codor¬niz son un lujo! Diez monedas de cobre cada uno. ¡Y hay por lo menos cincuenta, Olive!
«Más huevos de codorniz que ventanas», pensé.
-Me encantan las tartaletas de uva -murmuró Olive.
-No deberíamos -comentó Hattie-. Bueno, qui¬zás un trocito...
Ni siquiera un gigante hubiera podido comer tanto como Hattie: media pierna de ciervo asado, un montón de arroz salvaje y ocho de los cincuenta huevos de co¬dorniz. Además del postre, claro.
Olive todavía comió más: tartaletas de uva, pan de pasas, pastel de crema, púding de ciruelas, bombones de chocolate, bizcocho con especias empapado con sal¬sa de ron y mantequilla, y salsa de albaricoque y menta.
Se acercaban los platos a la cara, de forma que el te¬nedor hiciera un recorrido lo más corto posible. Olive comía sin parar, Hattie, en cambio, dejaba el tenedor y se daba unos toquecitos en la boca con la servilleta. Luego volvía a tomar el cubierto y seguía con la misma avidez que antes. Era un espectáculo de lo más desagra¬dable.
Fijé mi vista en un tapiz que solía estar a los pies del sillón de mamá, y que ahora yacía junto a la mesa. La es¬cena representaba a unos cazadores y un perro que per¬seguían a un jabalí que estaba situado junto al ribete de lana escarlata. Mientras miraba fijamente el tapiz me pa¬reció que todo adquiría movimiento. El viento mecía la hierba bajo las patas del jabalí. Parpadeé un instante y el movimiento se detuvo, pero cuando volví a mirar fija¬mente todo cobró vida de nuevo.
El perro acababa de ladrar y su garganta estaba rela¬jada. Uno de los cazadores cojeaba y percibí un calam¬bre en su pierna. El jabalí jadeaba y luchaba por tomar aire, y luego huyó presa del miedo y la furia.
-¿Qué estás mirando? -me preguntó Olive. Pare¬cía que ya había terminado de comer.
-Nada, sólo el dibujo del tapiz -respondí, como si acabara de salir de aquella escena. Volví a mirarla; no te¬nía nada de particular.
-Se te salían los ojos. Eran como los de un ogro -co¬mentó Hattie-. Ahora ya vuelves a parecer normal.
Hattie tampoco es que pareciera muy normal. Era igual que un conejo. Un conejo gordo, como los que le gustaban a Mandy para guisar. Y la cara de Olive era blanca como una patata sin piel.
-Supongo que a ti nunca se te salen los ojos de las órbitas -respondí.
-No creo -dijo Hattie, sonriendo satisfecha.
-Son demasiado pequeños para eso -continué.
La sonrisa se le quedó petrificada en el rostro.
-Te perdono, pequeña. Los aristócratas somos be¬névolos. Tu pobre madre también era conocida por su mala educación.
«Mamá era conocida...» Aquel verbo en pasado con¬geló mi lengua.
-¡Chicas! -llamó Madame Olga mientras se acer¬caba a nosotras-. Tenemos que irnos. -Suspiró al abrazarme. Olía a leche agria.
Al fin se fueron, y mientras papá estaba en la verja, despidiendo al resto de los invitados, me dirigí a la coci¬na a ver a Mandy. Estaba apilando los platos sucios.
-Parecía que esa gente no hubiera comido en una semana.
Me puse un delantal y vertí agua en el fregadero.
-Nunca habían probado tu comida.
La cocina de Mandy era la mejor del mundo. Mamá y yo intentábamos a menudo preparar sus recetas. Seguía¬mos las instrucciones al pie de la letra y el plato que¬daba buenísimo, pero nunca tan bueno como cuando lo preparaba Mandy.
De pronto me acordé del tapiz, no sé por qué.
-La alfombra del vestíbulo con los cazadores y el jabalí, ¿sabes cuál digo? Me pasó algo muy divertido cuando la miré.
-Ah, esa tontería. No debes prestar atención a ese viejo tapiz -comentó mientras revolvía la sopa.
-¿Qué quieres decir?
-Es sólo un truco mágico.
-¡Una alfombra mágica! ¿Cómo lo sabes?
-Era de lady Estela.
Así llamaba Mandy a mamá. Pero aquélla no era una respuesta.
-¿Se lo regaló mi hada madrina?
-Sí, pero de eso hace mucho tiempo.
-¿Te dijo mamá alguna vez quién era mi hada ma¬drina?
-No, nunca me lo dijo. Por cierto, ¿dónde está tu padre?
-Está fuera, despidiendo a los invitados. Pero ¿sa¬bes quién es, aunque mamá nunca te lo dijera?
-¿Saber qué?
-Pues quién es mi hada madrina.
-Si tu madre hubiera querido que lo supieras ella misma te lo habría contado.
-Iba a contármelo, me lo había prometido. Por fa¬vor, Mandy, dímelo.
-Soy yo.
-¿Por qué no me lo dices?
-Soy yo, tu hada madrina soy yo. Ven, prueba la sopa de zanahoria, es para la cena. ¿Está buena?

sábado, 11 de septiembre de 2010

¿Lo es?

Lo precioso no tiene porque ser un estereotipo, ni siquiera algo físico. Un recuerdo, algo tan simple como eso, puede ser lo más hermoso que poseamos en nuestras vidas.

Hay personas que confunden la realidad, como por ejemplo, personas que creen adorar el contacto físico, una caricia, un abrazo, un beso..., cuando lo que en realidad adoran es la sensación cálida y suave de bienestar, de felicidad.

Una gema puede ser bonita, pero normalmente nos llama la atención cuando ya ha sido trabajada ¿Realmente nos llama la atención la gema o el hermoso resultado del esfuerzo de la persona que la ha trabajado?

Me preguntó, si lo que realmente nos atrae hacia algo es, en realidad, el esfuerzo y las esperanzas impuestas en él.

El mundo encantado de Ela de Gail Carson Levine: Capítulo 2

-Debemos consolar a este marido y a esta hija su¬midos en la pena -dijo el gran canciller Thomas de forma contundente, después de un largo y monótono sermón. Habló sobre mamá y repitió muchas veces su nombre, lady Estela. Sin embargo, la persona que describía (una madre excelente, una ciudadana leal, una fiel esposa) no se parecía mucho a mamá. El sermón había tratado sobre la muerte, pero el canciller dedicó la mayor parte del mismo a elogiar la lealtad hacia Kyrria y sus gobernantes: el rey Jerrold, el príncipe Charmont y el resto de la familia real.
Papá me tomó de la mano. Su palma estaba desagra¬dablemente húmeda y caliente. Me hubiera gustado en¬contrarme junto a Mandy y el resto del servicio. Me sol¬té y me aparté un poco. El se acercó y volvió a tomarme de la mano.
El ataúd de mamá era de caoba brillante, con dibujos tallados de hadas y elfos. Ojalá las hadas hubieran podi¬do abandonar el bosque y hacer un hechizo para devol¬verle la vida, y otro para mandar a papá lejos de mí. O quizá mi hada madrina hubiera podido hacerlo, pero yo no sabía quién era, ni dónde encontrarla.
Una vez que el canciller dio por terminada la cere¬monia, mi obligación era cerrar el ataúd para que pudie¬ran enterrarlo. Papá me puso las manos sobre los hom¬bros y me empujó hacia delante.
La boca de mamá formaba una mueca severa, muy distinta al aspecto que tenía cuando vivía. Su rostro no tenía ninguna expresión, y aquello me pareció terrible. Pero mucho peor fue el crujido de la tapa del ataúd al ba¬jar, y el golpe seco que se produjo cuando se cerró. Era horrible pensar que mamá permanecería allí encerrada para siempre.
Las lágrimas que había contenido durante todo el día brotaron de repente. Lloré, allí de pie, ante toda la corte, con un gemido incontenible, incapaz de calmarme.
Papá me abrazó contra su pecho. Aunque parecía que quisiera consolarme, en realidad sólo intentaba amorti¬guar mis gemidos, pero no lo consiguió. Al fin me de¬jó marchar, mientras me susurraba con voz firme:
-Vete, y no vuelvas hasta que te serenes. Por una vez me alegré de cumplir una orden. Corrí hasta que mi pesado vestido negro hizo que tropezara y me cayese. Antes de que alguien pudiera ayudarme yo misma me puse en pie, aunque me dolían la rodilla y la mano.
El árbol más grande que había en el cementerio era un sauce llorón. Me metí entre sus ramas y me arrojé al suelo sollozando. Todos decían que habían perdido a mamá, pero no era cierto. Ella no se había perdido, se había ido. Y adondequiera que hubiera ido (a otro país, a otra ciudad, al reino de las hadas o a las cavernas de los gnomos) nunca más volvería a verla. Nunca más vol¬veríamos a hablar ni a reír juntas ni a nadar en el río Lucarno, ni a bajar por la barandilla, ni a tomar el pelo a Bertha, ni a hacer las miles de cosas que solíamos hacer juntas.
Me ordené a mí misma dejar de llorar y me incor¬poré. Mi traje de seda negro se había manchado. Pensé: «¡Estás horrible!», como hubiera dicho Mandy.
«¿Cuánto tiempo ha pasado?», me pregunté al cabo de un rato. Tenía que volver. Papá me lo había ordenado y la maldición me obligaba a obedecer.
Cuando salí de mi escondite vi al príncipe Charmont frente a una lápida. Nunca antes había estado tan cerca de él.
«¿Me habrá oído llorar?», pensé.
El príncipe era mucho más alto que yo. A pesar de que él sólo tenía dos años más. Estaba de pie, en la mis¬ma postura que solía adoptar su padre: los pies separa¬dos y las manos en la espalda, como si pasara revista a todo su reino. Se parecía mucho a su padre, aunque los rasgos angulosos del rostro del rey Jerrold aparecían suavizados en el de su hijo. Ambos tenían una melena ensortijada y la piel tostada. Nunca había estado tan cerca del rey como para ver si él tenía también pecas en la nariz, algo extraño en una tez tan oscura como aquélla.
-Querida prima -dijo el príncipe-. Nunca me ha caído bien tu padre, sí en cambio tu madre. -Y empezó a caminar hacia su tumba.
¿Esperaba que le siguiera? ¿Tenía que guardar la dis¬tancia que correspondía a su alteza real? Al fin decidí ca¬minar a su lado, dejando una enorme distancia entre los dos, pero él se acercó a mí. Me di cuenta de que también había estado llorando, aunque intentaba disimularlo.
-Puedes llamarme Char -me dijo de repente-. Todo el mundo lo hace.
-¿De verdad puedo hacerlo? -pregunté mientras caminábamos, rodeados de silencio.
-Mi padre también me llama Char -añadió.
«¡También el rey!», pensé.
-Gracias -dije por fin.
-Gracias, Char -corrigió él-. Tu madre siempre me hacía reír. Una vez, en un banquete, el canciller Thomas estaba pronunciando un discurso. Mientras él hablaba tu madre jugueteaba con la servilleta. Antes de que tu padre se la quitara de las manos yo ya me había fijado en ella. Había formado con la servilleta el perfil del canciller, con la boca abierta y la barbilla prominente. Era su vivo retra¬to, excepto por el color azul de la copia. Para poder reírme a gusto tuve que irme del comedor y quedarme sin cena.
Estábamos a mitad de camino cuando se puso a llo¬ver. Vi a lo lejos la figura de mi padre, de pie ante la tum¬ba de mamá.
-¿Adonde ha ido todo el mundo? -le pregunté a Char.
-Cuando fui a buscarte ya se habían marchado to¬dos -me contestó-. ¿Hubieras preferido que te espe¬raran? -preguntó preocupado, tal vez pensando que debería haberles hecho esperar.
-No, no. No quería que se quedara nadie -comen¬té, incluyendo en mis pensamientos a mi padre.
-Sé muchas cosas de ti -dijo Char cuando ya ha¬bíamos andado un poco.
-¿De verdad? ¿Y cómo es posible?
-Tu cocinera y la mía se encuentran a menudo en el mercado y ella le habla de ti -comentó mirándome de reojo-. Y tú, ¿sabes algo de mí?
-No, Mandy nunca me ha contado nada. ¿Y qué es lo que sabes?
-Sé que puedes imitar a la gente, igual que hacía lady Estela. Una vez imitaste a tu criado delante de él, de tal modo que no sabía si era él mismo o eras tú. Y que in¬ventas cuentos de hadas, y que a veces eres un poco torpe y tropiezas o rompes cosas. Sé que una vez destrozaste una vajilla entera.
-¡Es que resbalé sobre el hielo!
-Sí, sobre trocitos de hielo que tú misma habías es¬parcido antes por el suelo -dijo riendo, con una risa que no era de burla, sino franca y natural.
-Fue un accidente -protesté. Luego sonreí, algo temblorosa tras haber llorado tanto.
Llegamos a donde estaba papá. Él, con una reveren¬cia dijo:
-Gracias, alteza, por acompañar a mi hija.
Char le devolvió la reverencia.
-Vamos, Estela -me dijo papá. Nunca antes me habían llamado así, aunque aquél era mi verdadero nombre. Estela había sido siempre mamá, y para mí siempre lo sería.
-Ela, me llamo Ela -protesté.
-Bien, pues Ela, vamos -dijo, volviéndose a incli¬nar ante el príncipe, y a continuación subió al carruaje.
No tenía más remedio que irme. Char me ayudó a subir. No sabía si darle la mano o dejar que me tomara por el codo, así que me enredé con su brazo y tuve que agarrarme al carruaje con la otra mano para no caer. Cuando cerró la puerta me pilló la falda, y oí el sonido de la tela al romperse. Papá hizo una mueca de desapro¬bación. Vi a través de la ventana que Char se reía. Miré la falda y vi que tenía un desgarro de seis centímetros por encima del dobladillo. A Bertha le iba a costar mucho arreglar aquello.
Me senté lo más lejos que pude de papá, que miraba absorto por la ventanilla.
-Un buen entierro. Ha venido todo Frell, o por lo menos toda la gente importante -comentó, como si en lugar de estar hablando del funeral de mamá hablara de un torneo o de un baile.
-No ha sido perfecto, ha sido horrible -protesté-. ¿Cómo puede ser perfecto un funeral?
-El príncipe estuvo muy amable contigo -se limi¬tó a responder él.
-Mamá le gustaba mucho.
-Tu madre era muy hermosa. -Su voz sonó triste-. Me apena mucho que haya muerto.
Nathan chascó el látigo, y el carruaje empezó a avanzar.

jueves, 2 de septiembre de 2010

El mundo encantado de Ela de Gail Carson Levine: Capítulo 1

Lucinda, esa hada tonta, no quería echarme una mal¬dición, sino otorgarme un don. Yo no paré de llorar durante mi primera hora de vida, y aquellas lágrimas fueron su inspiración. Miró a mi madre, moviendo la cabeza con aire cómplice, tocó mi nariz con su varita y dijo:
-Mi regalo será la obediencia. Ela será siempre obe¬diente. -Y tras anunciar aquello se dirigió a mí orde¬nando-: Ahora deja de llorar de una vez.
Y dejé de llorar.
Papá estaba fuera como de costumbre, en viaje de ne¬gocios, pero Mandy, nuestra cocinera, lo presenció to¬do. Ella y mi madre intentaron convencer a Lucinda de que su regalo era horrible. Puedo imaginarme la escena: Mandy con sus pecas resaltando más que nunca, el cabe¬llo gris y rizado, alborotado, y la barbilla temblándole de rabia. Mamá, en cambio, inmóvil pero tensa, su cabe¬llo castaño empapado de sudor tras el parto, los ojos lle¬nos de tristeza.
Lo que no puedo imaginarme es qué aspecto tendría Lucinda, que se empeñó en no deshacer el hechizo.
La primera vez que fui consciente de mi desgracia fue cuando cumplí cinco años. Recuerdo perfectamente aquel día, quizá porque Mandy me lo ha contado muchas veces.
-Para tu cumpleaños -empieza siempre dicien¬do-, preparé un hermoso pastel de seis pisos. Bertha, nuestra ama de llaves, había cosido un vestido especial para ti. Azul oscuro como la noche, con un fajín blanco. Tú no eras muy alta para tu edad, y parecías una muñe¬ca china, con una cinta blanca en ese pelo tan negro que tienes y las mejillas coloradas por la excitación...
En el centro de la mesa había un jarrón con unas flo¬res que Nathan, nuestro criado, había recogido.
Estábamos sentados a la mesa. Papá estaba fuera, co¬mo siempre. Yo había visto ilusionada a Mandy hornear el pastel, a Bertha coser mi vestido y a Nathan recoger flores del jardín.
Mandy partió el pastel, me ofreció un trozo y dijo:
-Come.
El primer bocado me supo delicioso. Me comí todo el trozo contentísima. Cuando acabé Mandy me dio otro pedazo, aún más grande, y cuando lo terminé no me die¬ron más, pero yo sabía que tenía que seguir comiendo y acerqué el tenedor al pastel.
-Ela, ¿qué estás haciendo? -me riñó mamá.
-¡Qué tragona eres! -comentó Mandy, riendo-. Es su cumpleaños, señora, déjele tomar cuanto quiera. -Y me sirvió más pastel.
Me sentía mal, asustada. ¿Por qué no podía dejar de comer?
Me costaba mucho tragar, y cada bocado que daba se hacía más difícil de masticar que el anterior. Entonces me puse a llorar, sin dejar de comer.
Mamá se dio cuenta enseguida.
-Deja de comer, Ela -me ordenó, y yo obedecí.
Cualquiera podía controlarme con una orden. Tenía que ser algo directo, como «Ponte un chal», o «Vete a la cama». Un deseo o una sugerencia no tenían efecto: «Me gustaría que te pusieses un chal», o «¿Por qué no te vas a dormir?». Entonces era libre de hacer caso omiso. Pero ante una orden estaba totalmente indefensa.
Si alguien me hubiera dicho que saltara a la pata co¬ja durante un día entero yo lo habría hecho, aunque aquélla no era la peor orden que podían darme. Si al¬guien me hubiera mandado que me cortase la cabe¬za habría estado obligada a hacerlo. Vivía en constante peligro.
A medida que me fui haciendo mayor aprendí a con¬trolar mi obediencia, aunque me salía muy caro porque a menudo me quedaba sin aliento, sentía nauseas, vérti¬go y malestar. Nunca podía aguantar mucho tiempo. Unos pocos minutos significaban para mí un enorme es¬fuerzo.
Tenía un hada madrina, a la que mamá había pedido que me librase del maleficio. Pero ella decía que sólo quien lo había hecho podía deshacerlo. Sin embargo, también había dicho que el encantamiento podía rom¬perse, algún día, sin la ayuda de Lucinda.
Yo no sabía cómo podría suceder aquello, ni tampo¬co quién era mi hada madrina.



En lugar de hacerme dócil, la maldición de Lucinda me hizo muy rebelde. O quizás aquél era mi carácter por naturaleza.
Mamá casi nunca me obligaba a hacer nada. Papá no conocía la maldición, y además me veía tan poco que casi nunca se dirigía a mí. Pero Mandy sí que era mando¬na. Me daba órdenes casi con la misma frecuencia con la que respiraba. Órdenes cariñosas, y siempre por mi bien: «Ata esto, Ela», o «Aguanta este cuenco mientras bato los huevos, cariño».
Yo odiaba aquellas órdenes, a pesar de que eran ino¬fensivas. Sostenía el cuenco, sí, pero no dejaba de mo¬verme para que Mandy tuviera que seguirme por toda la cocina.
Ella me llamaba traviesa, y entonces trataba de darme instrucciones más precisas para que no pudiera tergiver¬sarlas tan fácilmente. A menudo era muy complicado que lográramos hacer algo juntas, y mamá se reía cuan¬do nos veía discutir.
Al final todo terminaba felizmente, porque o bien yo hacía lo que me pedía Mandy o bien ella sustituía la or¬den por una petición.
Si Mandy, distraída, me pedía algo sin caer en que es¬taba dándome una orden, yo decía: «¿Tengo que hacer¬lo?», y entonces ella lo reconsideraba.
Cuando tenía ocho años tuve una amiga que se lla¬maba Pamela, la hija de una de nuestras criadas. Un día estábamos las dos en la cocina mientras Mandy hacía un roscón. Mandy me mandó que fuera a la despensa a bus¬car más almendras y yo volví sólo con dos. Entonces me dio instrucciones más precisas, y me las volví a arreglar para no hacer exactamente lo que me pidió.
Más tarde, cuando Pamela y yo volvíamos al jardín a tomar el dulce, me preguntó por qué no había hecho lo que Mandy me había pedido.
-Odio que se ponga tan mandona -respondí.
-Yo siempre obedezco a los mayores -dijo Pame¬la tímidamente.
-Lo haces porque no estás obligada.
-Claro que lo estoy, sino papá me daría un buen tortazo.
-No es lo mismo para mí. Yo estoy hechizada -ex¬pliqué, dándome importancia porque los hechizos no eran frecuentes y Lucinda era una de las pocas hadas que podía realizarlos.
-¿Eres como la Bella Durmiente?
-Con la diferencia de que yo no tengo que dormir durante cien años.
-¿Cuál es el hechizo que sufres? -me preguntó.
Yo se lo expliqué.
-¿Siempre que alguien te da una orden tienes que obedecer? ¿Incluso si te la doy yo? -preguntó entonces. Hice un gesto afirmativo con la cabeza. -¿Puedo probar? -exclamó Pamela, entusiasmada con la idea.
-No -respondí airada-, pero te reto a una carre¬ra hasta la verja.
-De acuerdo, pero te ordeno que pierdas.
-Bueno, pues entonces no correré.
-Te ordeno que corras y que pierdas la carrera.
De modo que corrimos, y perdí.
Luego recogimos moras y tuve que darle a Pamela las más dulces y maduras. Jugamos a princesas y a ogros, y me tocó ser el ogro.
Después de una hora de suplicio no lo resistí más y le di un puñetazo. Pamela se puso a chillar cuando vio que le salía sangre de la nariz.
Nuestra amistad terminó aquel día, y mamá encontró otra colocación para la madre de Pamela lejos de Frell, nuestra ciudad.
Después de castigarme por haberme peleado, y aunque no solía darme órdenes, mamá me dio una muy importante: «No cuentes nunca más a nadie lo de tu hechizo.»
De todas formas no lo hubiera hecho, pues acababa de aprender que debía ser precavida al respecto.



Cuando tenía casi quince años, mamá y yo nos pusi¬mos enfermas. Mandy nos dio su sopa curativa, hecha de zanahorias, puerros, apio y crines de unicornio. Era de¬liciosa, aunque ambas odiábamos aquellos pelos largos y amarillentos que flotaban entre las verduras. Como papá no estaba en Frell tomamos la sopa sentadas en la cama de mamá. Si él hubiera estado en casa no habría po¬dido quedarme en la habitación de mis padres. No le gustaba verme cerca, enredándome entre sus piernas, co¬mo solía decir él.
Me tomé la sopa, crines incluidas, porque así me lo habían ordenado, pero hice muecas a Mandy para mos¬trarle mi disgusto, cuando ya se retiraba. -Esperaré a que se enfríe -dijo mamá. Después, cuando nos quedamos solas, retiró las cri¬nes para tomarse la sopa, y cuando terminó volvió a de¬jarlas en el plato.
Al día siguiente yo me encontraba mucho mejor, pe¬ro mamá, en cambio, estaba más enferma, tanto que no podía comer ni beber nada. Decía que era como si tuvie¬se un cuchillo clavado en la garganta y un martillo gol¬peándole la cabeza. Para aliviarla un poco de su males¬tar le puse compresas frías sobre la frente y le conté cuentos. Eran viejas historias de hadas que yo modifica¬ba para distraerla y hacerla reír, aunque a veces su risa se convertía en una horrible tos.
Antes de que Mandy me mandara ir a la cama mamá me besó y dijo:
-Buenas noches. Te quiero, cariño.
Fueron las últimas palabras que me dirigió. Cuando me marchaba, oí lo último que le dijo a Mandy:
-No me encuentro tan mal como para que avises a sir Peter.
Sir Peter era papá.
A la mañana siguiente mamá deliraba. Daba instruc¬ciones a invisibles cortesanos, con los ojos abiertos, e in¬tentaba arrancarse del cuello su collar de plata. No nos reconocía ni a Mandy ni a mí.
Nathan, nuestro criado, fue a buscar al médico, quien nada más llegar me apartó del lecho de mi madre.
Salí de la habitación y el vestíbulo estaba vacío. Seguí andando hasta la escalera de caracol que lo presidía y ba¬jé por ella, recordando las veces que mamá y yo nos ha¬bíamos deslizado por la barandilla. Nunca lo hacíamos si había alguien cerca.
-Tenemos que comportarnos con dignidad -me susurraba ella entonces, mientras bajaba la escalera de forma ceremoniosa, y yo la seguía de cerca, imitándola y luchando contra mi torpeza natural, feliz de tomar parte en aquel juego.
Pero cuando estábamos solas preferíamos deslizarnos, y gritábamos mientras bajábamos. Luego subíamos de nuevo para volver a bajar, una y otra vez.
Cuando llegué al final de la escalera abrí la puerta de entrada y salí a la brillante luz del día. Había un largo trecho hasta el viejo castillo, pero yo quería formular un deseo. Y quería hacerlo en el lugar adecuado para que se cumpliera.
El castillo había permanecido abandonado desde que el rey Jerrold era pequeño, aunque volvía a abrirse en ocasiones especiales, como bailes, bodas y demás cele¬braciones. Bertha decía que estaba encantado, y Nathan que era un nido de ratones. Los jardines del castillo esta¬ban bastante descuidados, pero Bertha aseguraba que los árboles candelabro eran mágicos.
Fui directamente hacia la arboleda. Se trataba de unos árboles pequeños que habían sido podados, y a los que les habían puesto unas guías para que tomaran forma de candelabros cuando crecieran. A cambio de formular un deseo, era necesario hacer una promesa, así que cerré los ojos y dije:
-Si mamá se cura seré no sólo obediente, sino tam¬bién buena. Trataré de no ser tan torpe y no le tomaré el pelo a Mandy.
En aquel momento no pedí que mamá conservara la vida, ya que no se me ocurrió que pudiera estar en peligro.