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lunes, 20 de septiembre de 2010

El mundo encantado de Ela de Gail Carson Levine: Capítulo 3

Cuando llegamos a casa papá me ordenó que me cambiara de ropa y que bajara enseguida a saludar a los invitados que habían venido a darnos el pésame.
Mi habitación estaba tranquila. Todo estaba igual que cuando vivía mamá: los pájaros bordados en mi col¬cha, a salvo en su mundo de hojas de punto de cruz; mi diario sobre la cómoda; mis amigas de infancia (Flora, la muñeca de trapo, y Rosamunda, la de madera y vestido de siete volantes), que dormían en su canasto... Me sen¬té en la cama, debatiéndome entre la necesidad de cum¬plir lo que me había mandado papá y el deseo de encon¬trar consuelo en mi habitación, en mi cama, en la leve brisa que entraba por la ventana. Al final no tuve más re¬medio que obedecer.
Una vez oí que Bertha le decía a Mandy que papá era una persona sólo por su aspecto, ya que en su interior no había más que ceniza, monedas y cerebro. Mandy no estaba de acuerdo, decía que él era humano hasta la mé¬dula. Lo que pasaba es que era el ser más egoísta del mundo. Mucho más que ningún hada, gnomo, elfo o gigante.
Tardé tres largos minutos en vestirme. Aquél era un juego horrible, pues jugaba conmigo misma a tratar de romper el maleficio y a comprobar cuánto podía resistir ante la necesidad de cumplir una orden. Al poco rato me zumbaban los oídos, y el suelo se inclinaba de tal for¬ma que parecía que iba a caerme de la cama. Abracé mi almohada hasta que me dolieron los brazos, como si aquélla fuera un ancla a la que aferrarse para huir de la necesidad de obedecer. Estaba a punto de estallar y rom¬perme en mil pedazos. Me levanté, me dirigí al vestidor y me encontré mejor de inmediato.
A pesar de que sospechaba que papá quería que lle¬vara otro vestido, me puse el preferido de mamá. Ella decía que aquel verde tan vivo hacía resaltar mis ojos. Yo opinaba que parecía un saltamontes con cabeza humana y pelo liso, pero al menos el traje no era negro. Mamá odiaba la ropa negra.
El vestíbulo estaba lleno de gente vestida de luto. Pa¬pá vino hacia mí enseguida.
-Esta es mi hija, la joven Estela -dijo en voz alta, y luego dirigiéndose a mí susurró-: Pareces una planta con ese vestido. Se supone que deberías ir vestida de lu¬to. Creerán que no respetabas a tu...
De pronto fui aferrada por dos brazos rechonchos, cubiertos por dos mangas de crujiente satén negro.
-¡Mi pobre niña, lo sentimos tanto por ti! -excla¬mó una voz dulzona-. ¡Oh, sir Peter, es sumamente triste verle en esta circunstancia tan trágica! -termi¬nó diciendo, a la vez que me daba un fuerte abrazo. La que estaba hablando era una mujer alta y estirada, con el cabello largo y ondulado, de color miel. Su cara es¬taba maquillada de blanco y sus mejillas cubiertas de colorete.
La acompañaban dos versiones reducidas de ella, aunque éstas iban sin maquillaje. La más joven no tenía la melena de su madre, sino unos rizos que dejaban en¬trever el cuero cabelludo y que parecían fuertemente pe¬gados a él con algún tipo de cola.
-Ésta es Madame Olga -dijo papá, dando un golpecito a la señora en el brazo.
En respuesta hice una reverencia, con tal mala pata que tropecé con la más joven de las chicas.
-Mis disculpas -balbuceé.
Ella no respondió, ni se movió, ni tan siquiera me di¬rigió una mirada.
Papá continuó con la conversación:
-¿Son éstas tus maravillosas hijas?
-Son mis dos tesoros. Esta es Hattie, y ésta Olive. Están a punto de terminar sus estudios en la escuela de educación social para señoritas.
Hattie debía de ser dos años mayor que yo.
-Encantada de conocerte -dijo, enseñando unos enormes dientes al sonreír. Y me tendió la mano en es¬pera de que yo se la besara e hiciera una reverencia. Me quedé perpleja, sin saber qué hacer. Hattie bajó el brazo, aunque sin dejar de sonreír.
Olive era aquella con la que acababa de tropezar.
-Encantada de conocerte -dijo con una voz apenas audible. Era más o menos de mi edad, y tenía el ceño permanentemente fruncido.
-Consolad a Estela -indicó Madame Olga a sus hi¬jas-. Tengo que hablar con sir Peter -concluyó mien¬tras tomaba a papá del brazo.
-Nuestros corazones están muy tristes -empezó a decir Hattie-. Cuando te pusiste a llorar de aquella for¬ma durante el funeral me diste mucha pena.
-Por cierto, el verde no es color de luto -subrayó Olive.
Hattie echó un vistazo a la sala.
-Es un hermoso salón, casi tan elegante como el que tendré en el futuro. Nuestra madre, Madame Olga, dice que tu padre es muy rico, que puede sacar dinero de cualquier cosa.
-Sí, hasta de las piedras -añadió Olive.
-Nuestra madre, Madame Olga, dice que tu padre era pobre antes de casarse con tu madre. Nuestra madre dice que lady Estela ya era rica cuando se casó, pero que tu padre la hizo aún más rica.
-Nosotras también somos ricas -aseguró Olive-. Tenemos suerte de serlo.
-¿Nos enseñarías el resto de la casa? -sugirió Hattie.
Subimos al piso de arriba y Hattie se puso a fisgo¬nearlo todo. Abrió el armario de la habitación de mamá, y antes de que pudiera detenerla pasó la mano por todos los vestidos. Cuando volvimos al salón, anunció:
-Cuarenta y dos ventanas, y una chimenea en cada habitación. Las ventanas deben de haber costado un co¬fre lleno de monedas.
-¿Quieres saber algo de nuestra casa? -preguntó Olive.
No me interesaba lo más mínimo saber cómo era su casa.
-Tendrías que visitarnos y verla por ti misma -res¬pondió Hattie a mi silencio.
Estábamos de pie junto a una mesa con montañas de comida. Había desde un ciervo asado, cuya cornamenta estaba decorada con hiedra, hasta galletas de mantequi¬lla, tan pequeñas y tan finas como copos de nieve. Me pregunté cómo habría tenido Mandy tiempo para coci¬nar todo aquello.
-¿Os apetece comer algo?
-Bue... -iba a contestar Olive, pero su hermana la interrumpió.
-Oh no, gracias. Nunca comemos en las fiestas. La emoción nos quita el apetito.
-Mi apetito... -trató de decir Olive.
-Tenemos muy poco apetito. Mamá está preocu¬pada. Pero de todas formas, parece todo buenísimo -di¬jo Hattie acercándose a la mesa-. ¡Los huevos de codor¬niz son un lujo! Diez monedas de cobre cada uno. ¡Y hay por lo menos cincuenta, Olive!
«Más huevos de codorniz que ventanas», pensé.
-Me encantan las tartaletas de uva -murmuró Olive.
-No deberíamos -comentó Hattie-. Bueno, qui¬zás un trocito...
Ni siquiera un gigante hubiera podido comer tanto como Hattie: media pierna de ciervo asado, un montón de arroz salvaje y ocho de los cincuenta huevos de co¬dorniz. Además del postre, claro.
Olive todavía comió más: tartaletas de uva, pan de pasas, pastel de crema, púding de ciruelas, bombones de chocolate, bizcocho con especias empapado con sal¬sa de ron y mantequilla, y salsa de albaricoque y menta.
Se acercaban los platos a la cara, de forma que el te¬nedor hiciera un recorrido lo más corto posible. Olive comía sin parar, Hattie, en cambio, dejaba el tenedor y se daba unos toquecitos en la boca con la servilleta. Luego volvía a tomar el cubierto y seguía con la misma avidez que antes. Era un espectáculo de lo más desagra¬dable.
Fijé mi vista en un tapiz que solía estar a los pies del sillón de mamá, y que ahora yacía junto a la mesa. La es¬cena representaba a unos cazadores y un perro que per¬seguían a un jabalí que estaba situado junto al ribete de lana escarlata. Mientras miraba fijamente el tapiz me pa¬reció que todo adquiría movimiento. El viento mecía la hierba bajo las patas del jabalí. Parpadeé un instante y el movimiento se detuvo, pero cuando volví a mirar fija¬mente todo cobró vida de nuevo.
El perro acababa de ladrar y su garganta estaba rela¬jada. Uno de los cazadores cojeaba y percibí un calam¬bre en su pierna. El jabalí jadeaba y luchaba por tomar aire, y luego huyó presa del miedo y la furia.
-¿Qué estás mirando? -me preguntó Olive. Pare¬cía que ya había terminado de comer.
-Nada, sólo el dibujo del tapiz -respondí, como si acabara de salir de aquella escena. Volví a mirarla; no te¬nía nada de particular.
-Se te salían los ojos. Eran como los de un ogro -co¬mentó Hattie-. Ahora ya vuelves a parecer normal.
Hattie tampoco es que pareciera muy normal. Era igual que un conejo. Un conejo gordo, como los que le gustaban a Mandy para guisar. Y la cara de Olive era blanca como una patata sin piel.
-Supongo que a ti nunca se te salen los ojos de las órbitas -respondí.
-No creo -dijo Hattie, sonriendo satisfecha.
-Son demasiado pequeños para eso -continué.
La sonrisa se le quedó petrificada en el rostro.
-Te perdono, pequeña. Los aristócratas somos be¬névolos. Tu pobre madre también era conocida por su mala educación.
«Mamá era conocida...» Aquel verbo en pasado con¬geló mi lengua.
-¡Chicas! -llamó Madame Olga mientras se acer¬caba a nosotras-. Tenemos que irnos. -Suspiró al abrazarme. Olía a leche agria.
Al fin se fueron, y mientras papá estaba en la verja, despidiendo al resto de los invitados, me dirigí a la coci¬na a ver a Mandy. Estaba apilando los platos sucios.
-Parecía que esa gente no hubiera comido en una semana.
Me puse un delantal y vertí agua en el fregadero.
-Nunca habían probado tu comida.
La cocina de Mandy era la mejor del mundo. Mamá y yo intentábamos a menudo preparar sus recetas. Seguía¬mos las instrucciones al pie de la letra y el plato que¬daba buenísimo, pero nunca tan bueno como cuando lo preparaba Mandy.
De pronto me acordé del tapiz, no sé por qué.
-La alfombra del vestíbulo con los cazadores y el jabalí, ¿sabes cuál digo? Me pasó algo muy divertido cuando la miré.
-Ah, esa tontería. No debes prestar atención a ese viejo tapiz -comentó mientras revolvía la sopa.
-¿Qué quieres decir?
-Es sólo un truco mágico.
-¡Una alfombra mágica! ¿Cómo lo sabes?
-Era de lady Estela.
Así llamaba Mandy a mamá. Pero aquélla no era una respuesta.
-¿Se lo regaló mi hada madrina?
-Sí, pero de eso hace mucho tiempo.
-¿Te dijo mamá alguna vez quién era mi hada ma¬drina?
-No, nunca me lo dijo. Por cierto, ¿dónde está tu padre?
-Está fuera, despidiendo a los invitados. Pero ¿sa¬bes quién es, aunque mamá nunca te lo dijera?
-¿Saber qué?
-Pues quién es mi hada madrina.
-Si tu madre hubiera querido que lo supieras ella misma te lo habría contado.
-Iba a contármelo, me lo había prometido. Por fa¬vor, Mandy, dímelo.
-Soy yo.
-¿Por qué no me lo dices?
-Soy yo, tu hada madrina soy yo. Ven, prueba la sopa de zanahoria, es para la cena. ¿Está buena?

sábado, 11 de septiembre de 2010

¿Lo es?

Lo precioso no tiene porque ser un estereotipo, ni siquiera algo físico. Un recuerdo, algo tan simple como eso, puede ser lo más hermoso que poseamos en nuestras vidas.

Hay personas que confunden la realidad, como por ejemplo, personas que creen adorar el contacto físico, una caricia, un abrazo, un beso..., cuando lo que en realidad adoran es la sensación cálida y suave de bienestar, de felicidad.

Una gema puede ser bonita, pero normalmente nos llama la atención cuando ya ha sido trabajada ¿Realmente nos llama la atención la gema o el hermoso resultado del esfuerzo de la persona que la ha trabajado?

Me preguntó, si lo que realmente nos atrae hacia algo es, en realidad, el esfuerzo y las esperanzas impuestas en él.

El mundo encantado de Ela de Gail Carson Levine: Capítulo 2

-Debemos consolar a este marido y a esta hija su¬midos en la pena -dijo el gran canciller Thomas de forma contundente, después de un largo y monótono sermón. Habló sobre mamá y repitió muchas veces su nombre, lady Estela. Sin embargo, la persona que describía (una madre excelente, una ciudadana leal, una fiel esposa) no se parecía mucho a mamá. El sermón había tratado sobre la muerte, pero el canciller dedicó la mayor parte del mismo a elogiar la lealtad hacia Kyrria y sus gobernantes: el rey Jerrold, el príncipe Charmont y el resto de la familia real.
Papá me tomó de la mano. Su palma estaba desagra¬dablemente húmeda y caliente. Me hubiera gustado en¬contrarme junto a Mandy y el resto del servicio. Me sol¬té y me aparté un poco. El se acercó y volvió a tomarme de la mano.
El ataúd de mamá era de caoba brillante, con dibujos tallados de hadas y elfos. Ojalá las hadas hubieran podi¬do abandonar el bosque y hacer un hechizo para devol¬verle la vida, y otro para mandar a papá lejos de mí. O quizá mi hada madrina hubiera podido hacerlo, pero yo no sabía quién era, ni dónde encontrarla.
Una vez que el canciller dio por terminada la cere¬monia, mi obligación era cerrar el ataúd para que pudie¬ran enterrarlo. Papá me puso las manos sobre los hom¬bros y me empujó hacia delante.
La boca de mamá formaba una mueca severa, muy distinta al aspecto que tenía cuando vivía. Su rostro no tenía ninguna expresión, y aquello me pareció terrible. Pero mucho peor fue el crujido de la tapa del ataúd al ba¬jar, y el golpe seco que se produjo cuando se cerró. Era horrible pensar que mamá permanecería allí encerrada para siempre.
Las lágrimas que había contenido durante todo el día brotaron de repente. Lloré, allí de pie, ante toda la corte, con un gemido incontenible, incapaz de calmarme.
Papá me abrazó contra su pecho. Aunque parecía que quisiera consolarme, en realidad sólo intentaba amorti¬guar mis gemidos, pero no lo consiguió. Al fin me de¬jó marchar, mientras me susurraba con voz firme:
-Vete, y no vuelvas hasta que te serenes. Por una vez me alegré de cumplir una orden. Corrí hasta que mi pesado vestido negro hizo que tropezara y me cayese. Antes de que alguien pudiera ayudarme yo misma me puse en pie, aunque me dolían la rodilla y la mano.
El árbol más grande que había en el cementerio era un sauce llorón. Me metí entre sus ramas y me arrojé al suelo sollozando. Todos decían que habían perdido a mamá, pero no era cierto. Ella no se había perdido, se había ido. Y adondequiera que hubiera ido (a otro país, a otra ciudad, al reino de las hadas o a las cavernas de los gnomos) nunca más volvería a verla. Nunca más vol¬veríamos a hablar ni a reír juntas ni a nadar en el río Lucarno, ni a bajar por la barandilla, ni a tomar el pelo a Bertha, ni a hacer las miles de cosas que solíamos hacer juntas.
Me ordené a mí misma dejar de llorar y me incor¬poré. Mi traje de seda negro se había manchado. Pensé: «¡Estás horrible!», como hubiera dicho Mandy.
«¿Cuánto tiempo ha pasado?», me pregunté al cabo de un rato. Tenía que volver. Papá me lo había ordenado y la maldición me obligaba a obedecer.
Cuando salí de mi escondite vi al príncipe Charmont frente a una lápida. Nunca antes había estado tan cerca de él.
«¿Me habrá oído llorar?», pensé.
El príncipe era mucho más alto que yo. A pesar de que él sólo tenía dos años más. Estaba de pie, en la mis¬ma postura que solía adoptar su padre: los pies separa¬dos y las manos en la espalda, como si pasara revista a todo su reino. Se parecía mucho a su padre, aunque los rasgos angulosos del rostro del rey Jerrold aparecían suavizados en el de su hijo. Ambos tenían una melena ensortijada y la piel tostada. Nunca había estado tan cerca del rey como para ver si él tenía también pecas en la nariz, algo extraño en una tez tan oscura como aquélla.
-Querida prima -dijo el príncipe-. Nunca me ha caído bien tu padre, sí en cambio tu madre. -Y empezó a caminar hacia su tumba.
¿Esperaba que le siguiera? ¿Tenía que guardar la dis¬tancia que correspondía a su alteza real? Al fin decidí ca¬minar a su lado, dejando una enorme distancia entre los dos, pero él se acercó a mí. Me di cuenta de que también había estado llorando, aunque intentaba disimularlo.
-Puedes llamarme Char -me dijo de repente-. Todo el mundo lo hace.
-¿De verdad puedo hacerlo? -pregunté mientras caminábamos, rodeados de silencio.
-Mi padre también me llama Char -añadió.
«¡También el rey!», pensé.
-Gracias -dije por fin.
-Gracias, Char -corrigió él-. Tu madre siempre me hacía reír. Una vez, en un banquete, el canciller Thomas estaba pronunciando un discurso. Mientras él hablaba tu madre jugueteaba con la servilleta. Antes de que tu padre se la quitara de las manos yo ya me había fijado en ella. Había formado con la servilleta el perfil del canciller, con la boca abierta y la barbilla prominente. Era su vivo retra¬to, excepto por el color azul de la copia. Para poder reírme a gusto tuve que irme del comedor y quedarme sin cena.
Estábamos a mitad de camino cuando se puso a llo¬ver. Vi a lo lejos la figura de mi padre, de pie ante la tum¬ba de mamá.
-¿Adonde ha ido todo el mundo? -le pregunté a Char.
-Cuando fui a buscarte ya se habían marchado to¬dos -me contestó-. ¿Hubieras preferido que te espe¬raran? -preguntó preocupado, tal vez pensando que debería haberles hecho esperar.
-No, no. No quería que se quedara nadie -comen¬té, incluyendo en mis pensamientos a mi padre.
-Sé muchas cosas de ti -dijo Char cuando ya ha¬bíamos andado un poco.
-¿De verdad? ¿Y cómo es posible?
-Tu cocinera y la mía se encuentran a menudo en el mercado y ella le habla de ti -comentó mirándome de reojo-. Y tú, ¿sabes algo de mí?
-No, Mandy nunca me ha contado nada. ¿Y qué es lo que sabes?
-Sé que puedes imitar a la gente, igual que hacía lady Estela. Una vez imitaste a tu criado delante de él, de tal modo que no sabía si era él mismo o eras tú. Y que in¬ventas cuentos de hadas, y que a veces eres un poco torpe y tropiezas o rompes cosas. Sé que una vez destrozaste una vajilla entera.
-¡Es que resbalé sobre el hielo!
-Sí, sobre trocitos de hielo que tú misma habías es¬parcido antes por el suelo -dijo riendo, con una risa que no era de burla, sino franca y natural.
-Fue un accidente -protesté. Luego sonreí, algo temblorosa tras haber llorado tanto.
Llegamos a donde estaba papá. Él, con una reveren¬cia dijo:
-Gracias, alteza, por acompañar a mi hija.
Char le devolvió la reverencia.
-Vamos, Estela -me dijo papá. Nunca antes me habían llamado así, aunque aquél era mi verdadero nombre. Estela había sido siempre mamá, y para mí siempre lo sería.
-Ela, me llamo Ela -protesté.
-Bien, pues Ela, vamos -dijo, volviéndose a incli¬nar ante el príncipe, y a continuación subió al carruaje.
No tenía más remedio que irme. Char me ayudó a subir. No sabía si darle la mano o dejar que me tomara por el codo, así que me enredé con su brazo y tuve que agarrarme al carruaje con la otra mano para no caer. Cuando cerró la puerta me pilló la falda, y oí el sonido de la tela al romperse. Papá hizo una mueca de desapro¬bación. Vi a través de la ventana que Char se reía. Miré la falda y vi que tenía un desgarro de seis centímetros por encima del dobladillo. A Bertha le iba a costar mucho arreglar aquello.
Me senté lo más lejos que pude de papá, que miraba absorto por la ventanilla.
-Un buen entierro. Ha venido todo Frell, o por lo menos toda la gente importante -comentó, como si en lugar de estar hablando del funeral de mamá hablara de un torneo o de un baile.
-No ha sido perfecto, ha sido horrible -protesté-. ¿Cómo puede ser perfecto un funeral?
-El príncipe estuvo muy amable contigo -se limi¬tó a responder él.
-Mamá le gustaba mucho.
-Tu madre era muy hermosa. -Su voz sonó triste-. Me apena mucho que haya muerto.
Nathan chascó el látigo, y el carruaje empezó a avanzar.

jueves, 2 de septiembre de 2010

El mundo encantado de Ela de Gail Carson Levine: Capítulo 1

Lucinda, esa hada tonta, no quería echarme una mal¬dición, sino otorgarme un don. Yo no paré de llorar durante mi primera hora de vida, y aquellas lágrimas fueron su inspiración. Miró a mi madre, moviendo la cabeza con aire cómplice, tocó mi nariz con su varita y dijo:
-Mi regalo será la obediencia. Ela será siempre obe¬diente. -Y tras anunciar aquello se dirigió a mí orde¬nando-: Ahora deja de llorar de una vez.
Y dejé de llorar.
Papá estaba fuera como de costumbre, en viaje de ne¬gocios, pero Mandy, nuestra cocinera, lo presenció to¬do. Ella y mi madre intentaron convencer a Lucinda de que su regalo era horrible. Puedo imaginarme la escena: Mandy con sus pecas resaltando más que nunca, el cabe¬llo gris y rizado, alborotado, y la barbilla temblándole de rabia. Mamá, en cambio, inmóvil pero tensa, su cabe¬llo castaño empapado de sudor tras el parto, los ojos lle¬nos de tristeza.
Lo que no puedo imaginarme es qué aspecto tendría Lucinda, que se empeñó en no deshacer el hechizo.
La primera vez que fui consciente de mi desgracia fue cuando cumplí cinco años. Recuerdo perfectamente aquel día, quizá porque Mandy me lo ha contado muchas veces.
-Para tu cumpleaños -empieza siempre dicien¬do-, preparé un hermoso pastel de seis pisos. Bertha, nuestra ama de llaves, había cosido un vestido especial para ti. Azul oscuro como la noche, con un fajín blanco. Tú no eras muy alta para tu edad, y parecías una muñe¬ca china, con una cinta blanca en ese pelo tan negro que tienes y las mejillas coloradas por la excitación...
En el centro de la mesa había un jarrón con unas flo¬res que Nathan, nuestro criado, había recogido.
Estábamos sentados a la mesa. Papá estaba fuera, co¬mo siempre. Yo había visto ilusionada a Mandy hornear el pastel, a Bertha coser mi vestido y a Nathan recoger flores del jardín.
Mandy partió el pastel, me ofreció un trozo y dijo:
-Come.
El primer bocado me supo delicioso. Me comí todo el trozo contentísima. Cuando acabé Mandy me dio otro pedazo, aún más grande, y cuando lo terminé no me die¬ron más, pero yo sabía que tenía que seguir comiendo y acerqué el tenedor al pastel.
-Ela, ¿qué estás haciendo? -me riñó mamá.
-¡Qué tragona eres! -comentó Mandy, riendo-. Es su cumpleaños, señora, déjele tomar cuanto quiera. -Y me sirvió más pastel.
Me sentía mal, asustada. ¿Por qué no podía dejar de comer?
Me costaba mucho tragar, y cada bocado que daba se hacía más difícil de masticar que el anterior. Entonces me puse a llorar, sin dejar de comer.
Mamá se dio cuenta enseguida.
-Deja de comer, Ela -me ordenó, y yo obedecí.
Cualquiera podía controlarme con una orden. Tenía que ser algo directo, como «Ponte un chal», o «Vete a la cama». Un deseo o una sugerencia no tenían efecto: «Me gustaría que te pusieses un chal», o «¿Por qué no te vas a dormir?». Entonces era libre de hacer caso omiso. Pero ante una orden estaba totalmente indefensa.
Si alguien me hubiera dicho que saltara a la pata co¬ja durante un día entero yo lo habría hecho, aunque aquélla no era la peor orden que podían darme. Si al¬guien me hubiera mandado que me cortase la cabe¬za habría estado obligada a hacerlo. Vivía en constante peligro.
A medida que me fui haciendo mayor aprendí a con¬trolar mi obediencia, aunque me salía muy caro porque a menudo me quedaba sin aliento, sentía nauseas, vérti¬go y malestar. Nunca podía aguantar mucho tiempo. Unos pocos minutos significaban para mí un enorme es¬fuerzo.
Tenía un hada madrina, a la que mamá había pedido que me librase del maleficio. Pero ella decía que sólo quien lo había hecho podía deshacerlo. Sin embargo, también había dicho que el encantamiento podía rom¬perse, algún día, sin la ayuda de Lucinda.
Yo no sabía cómo podría suceder aquello, ni tampo¬co quién era mi hada madrina.



En lugar de hacerme dócil, la maldición de Lucinda me hizo muy rebelde. O quizás aquél era mi carácter por naturaleza.
Mamá casi nunca me obligaba a hacer nada. Papá no conocía la maldición, y además me veía tan poco que casi nunca se dirigía a mí. Pero Mandy sí que era mando¬na. Me daba órdenes casi con la misma frecuencia con la que respiraba. Órdenes cariñosas, y siempre por mi bien: «Ata esto, Ela», o «Aguanta este cuenco mientras bato los huevos, cariño».
Yo odiaba aquellas órdenes, a pesar de que eran ino¬fensivas. Sostenía el cuenco, sí, pero no dejaba de mo¬verme para que Mandy tuviera que seguirme por toda la cocina.
Ella me llamaba traviesa, y entonces trataba de darme instrucciones más precisas para que no pudiera tergiver¬sarlas tan fácilmente. A menudo era muy complicado que lográramos hacer algo juntas, y mamá se reía cuan¬do nos veía discutir.
Al final todo terminaba felizmente, porque o bien yo hacía lo que me pedía Mandy o bien ella sustituía la or¬den por una petición.
Si Mandy, distraída, me pedía algo sin caer en que es¬taba dándome una orden, yo decía: «¿Tengo que hacer¬lo?», y entonces ella lo reconsideraba.
Cuando tenía ocho años tuve una amiga que se lla¬maba Pamela, la hija de una de nuestras criadas. Un día estábamos las dos en la cocina mientras Mandy hacía un roscón. Mandy me mandó que fuera a la despensa a bus¬car más almendras y yo volví sólo con dos. Entonces me dio instrucciones más precisas, y me las volví a arreglar para no hacer exactamente lo que me pidió.
Más tarde, cuando Pamela y yo volvíamos al jardín a tomar el dulce, me preguntó por qué no había hecho lo que Mandy me había pedido.
-Odio que se ponga tan mandona -respondí.
-Yo siempre obedezco a los mayores -dijo Pame¬la tímidamente.
-Lo haces porque no estás obligada.
-Claro que lo estoy, sino papá me daría un buen tortazo.
-No es lo mismo para mí. Yo estoy hechizada -ex¬pliqué, dándome importancia porque los hechizos no eran frecuentes y Lucinda era una de las pocas hadas que podía realizarlos.
-¿Eres como la Bella Durmiente?
-Con la diferencia de que yo no tengo que dormir durante cien años.
-¿Cuál es el hechizo que sufres? -me preguntó.
Yo se lo expliqué.
-¿Siempre que alguien te da una orden tienes que obedecer? ¿Incluso si te la doy yo? -preguntó entonces. Hice un gesto afirmativo con la cabeza. -¿Puedo probar? -exclamó Pamela, entusiasmada con la idea.
-No -respondí airada-, pero te reto a una carre¬ra hasta la verja.
-De acuerdo, pero te ordeno que pierdas.
-Bueno, pues entonces no correré.
-Te ordeno que corras y que pierdas la carrera.
De modo que corrimos, y perdí.
Luego recogimos moras y tuve que darle a Pamela las más dulces y maduras. Jugamos a princesas y a ogros, y me tocó ser el ogro.
Después de una hora de suplicio no lo resistí más y le di un puñetazo. Pamela se puso a chillar cuando vio que le salía sangre de la nariz.
Nuestra amistad terminó aquel día, y mamá encontró otra colocación para la madre de Pamela lejos de Frell, nuestra ciudad.
Después de castigarme por haberme peleado, y aunque no solía darme órdenes, mamá me dio una muy importante: «No cuentes nunca más a nadie lo de tu hechizo.»
De todas formas no lo hubiera hecho, pues acababa de aprender que debía ser precavida al respecto.



Cuando tenía casi quince años, mamá y yo nos pusi¬mos enfermas. Mandy nos dio su sopa curativa, hecha de zanahorias, puerros, apio y crines de unicornio. Era de¬liciosa, aunque ambas odiábamos aquellos pelos largos y amarillentos que flotaban entre las verduras. Como papá no estaba en Frell tomamos la sopa sentadas en la cama de mamá. Si él hubiera estado en casa no habría po¬dido quedarme en la habitación de mis padres. No le gustaba verme cerca, enredándome entre sus piernas, co¬mo solía decir él.
Me tomé la sopa, crines incluidas, porque así me lo habían ordenado, pero hice muecas a Mandy para mos¬trarle mi disgusto, cuando ya se retiraba. -Esperaré a que se enfríe -dijo mamá. Después, cuando nos quedamos solas, retiró las cri¬nes para tomarse la sopa, y cuando terminó volvió a de¬jarlas en el plato.
Al día siguiente yo me encontraba mucho mejor, pe¬ro mamá, en cambio, estaba más enferma, tanto que no podía comer ni beber nada. Decía que era como si tuvie¬se un cuchillo clavado en la garganta y un martillo gol¬peándole la cabeza. Para aliviarla un poco de su males¬tar le puse compresas frías sobre la frente y le conté cuentos. Eran viejas historias de hadas que yo modifica¬ba para distraerla y hacerla reír, aunque a veces su risa se convertía en una horrible tos.
Antes de que Mandy me mandara ir a la cama mamá me besó y dijo:
-Buenas noches. Te quiero, cariño.
Fueron las últimas palabras que me dirigió. Cuando me marchaba, oí lo último que le dijo a Mandy:
-No me encuentro tan mal como para que avises a sir Peter.
Sir Peter era papá.
A la mañana siguiente mamá deliraba. Daba instruc¬ciones a invisibles cortesanos, con los ojos abiertos, e in¬tentaba arrancarse del cuello su collar de plata. No nos reconocía ni a Mandy ni a mí.
Nathan, nuestro criado, fue a buscar al médico, quien nada más llegar me apartó del lecho de mi madre.
Salí de la habitación y el vestíbulo estaba vacío. Seguí andando hasta la escalera de caracol que lo presidía y ba¬jé por ella, recordando las veces que mamá y yo nos ha¬bíamos deslizado por la barandilla. Nunca lo hacíamos si había alguien cerca.
-Tenemos que comportarnos con dignidad -me susurraba ella entonces, mientras bajaba la escalera de forma ceremoniosa, y yo la seguía de cerca, imitándola y luchando contra mi torpeza natural, feliz de tomar parte en aquel juego.
Pero cuando estábamos solas preferíamos deslizarnos, y gritábamos mientras bajábamos. Luego subíamos de nuevo para volver a bajar, una y otra vez.
Cuando llegué al final de la escalera abrí la puerta de entrada y salí a la brillante luz del día. Había un largo trecho hasta el viejo castillo, pero yo quería formular un deseo. Y quería hacerlo en el lugar adecuado para que se cumpliera.
El castillo había permanecido abandonado desde que el rey Jerrold era pequeño, aunque volvía a abrirse en ocasiones especiales, como bailes, bodas y demás cele¬braciones. Bertha decía que estaba encantado, y Nathan que era un nido de ratones. Los jardines del castillo esta¬ban bastante descuidados, pero Bertha aseguraba que los árboles candelabro eran mágicos.
Fui directamente hacia la arboleda. Se trataba de unos árboles pequeños que habían sido podados, y a los que les habían puesto unas guías para que tomaran forma de candelabros cuando crecieran. A cambio de formular un deseo, era necesario hacer una promesa, así que cerré los ojos y dije:
-Si mamá se cura seré no sólo obediente, sino tam¬bién buena. Trataré de no ser tan torpe y no le tomaré el pelo a Mandy.
En aquel momento no pedí que mamá conservara la vida, ya que no se me ocurrió que pudiera estar en peligro.