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domingo, 7 de noviembre de 2010

El mundo encantado de Ela de Gail Carson Levine: Capítulo 9

Cruzamos ricas tierras de cultivo y ganado en nues¬tro último día de viaje hacia Jenn, donde se encontraba nuestra escuela. El día era caluroso y había niebla. Sentía demasiado calor como para tener hambre, y Hattie tan sólo era capaz de ordenarme una cosa: que la abanicase.
-Abanícame a mí también -se quejó Olive. Había comprendido que cuando Hattie me ordenaba algo yo lo hacía, y que si ella me daba órdenes también obede¬cía. Hattie no intentó explicarle en ningún momento el porqué de mi obediencia. De hecho, no se molestaba en explicarle casi nada a la torpe de Olive, y seguro que dis¬frutaba al guardarse aquel delicioso secreto para ella sola.
Me dolían los brazos y el estómago me hacía ruido. Miré por la ventana y vi un rebaño de ovejas. Buscaba al¬guna distracción que me hiciera olvidar el hambre y mi deseo se cumplió al instante, pues los caballos que tiraban del coche emprendieron de pronto un alocado galope.
-¡Ogros! -gritó el cochero.
Aunque la nube de polvo que se había levantado de¬trás de nosotros apenas nos dejaba ver el camino pude distinguir una banda de ogros que nos seguía de cerca. ¿Los estábamos dejando atrás? La nube de polvo parecía alejarse.
-¿Por qué huís de vuestros amigos? -gritó uno de ellos, con la voz más dulce que jamás había oído-. Te¬nemos lo que vuestros corazones desean: riqueza, amor, vida eterna...
¡Deseos! Enseguida pensé en mamá. Los ogros po¬drían devolverle la vida. ¿Por qué huir de lo que más de¬seaba?
-Más despacio -ordenó Hattie, innecesariamente, pues el cochero ya había frenado a los caballos.
Los ogros estaban tan sólo a unos metros. Al no ha¬ber sucumbido a su magia, las ovejas balaban atemoriza¬das. Como de pronto sus balidos no nos dejaban oír las dulces palabras de los ogros, y durante unos instantes se rompió la influencia que ejercían sobre nosotros, fui consciente al instante de que aquellos seres no podían devolverme a mamá.
Los caballos volvieron a ser fustigados para que galo¬pasen más deprisa. Pero enseguida nos alejamos del reba¬ño y volvimos a estar bajo el poder de los ogros. Les dije a Hattie, a Olive y al cochero que gritasen todo lo que pudiesen para no oír a los ogros. El cochero lo entendió al instante y unió su voz a la mía, con palabras que yo jamás había oído. Después Hattie se puso a gritar:
-¡A mí comedme la última!
Pero fue Olive la que nos salvó. De pronto soltó un bramido que parecía no tener fin, y que no cesó hasta que llegamos a las primeras casas de Jenn. Entonces los ogros desaparecieron de nuestra vista y recuperamos to¬dos la calma.
-Cállate ya, Olive -dijo Hattie-. Nadie va a co¬mernos. Me estás dando dolor de cabeza.
Pero Olive no paró hasta que el cochero detuvo a los caballos, se asomó dentro del coche y le dio una bofetada.
-Perdóneme, señorita -se disculpó, y volvió luego a su sitio.



La escuela de señoritas era una vulgar construcción de madera. Si no hubiese sido por los enormes arbustos en forma de damas con faldas, que ornamentaban el lu¬gar, habría pensado que se trataba de la casa de cualquier comerciante no demasiado próspero. Sólo esperé que las raciones de comida fuesen generosas.
Cuando bajamos del coche se abrió la puerta, y una mujer muy tiesa y de pelo gris se acercó, contoneándose, hasta nuestro carruaje.
-Bienvenidas, señoritas -dijo haciendo una reve¬rencia. Luego, señalándome a mí, preguntó-: ¿Quién es ésa?
Me apresuré a responder antes de que Hattie me pre¬sentara a su manera.
-Soy Ela, Madame. Mi padre es sir Peter de Frell. Ha escrito esta carta para usted -dije mientras sacaba la carta y la bolsa con el dinero.
Agarró la carta y también la bolsa, la cual sopesó y se metió en el bolsillo del delantal.
-¡Qué sorpresa más agradable! Soy Madame Edith, la directora de este lugar. Bienvenida a nuestra modesta casa.
Luego volvió a hacer una reverencia. Yo deseé que fuera la última, pues mi rodilla crujía cada vez que me agachaba.
-Hemos acabado de comer y ahora estamos bor¬dando. Las demás señoritas están deseando conocerte. Adelante, nunca es demasiado pronto para aprender.
Nos hizo pasar a una amplia sala llena de luz.
-Señoritas -anunció-, aquí tienen a una nueva amiga.
Todas se levantaron, saludaron y volvieron a sus asientos. Todas llevaban un vestido rosa y una cinta ama¬rilla en el pelo, mientras que mi traje estaba manchado y arrugado por el viaje, y mi pelo caía lacio y despeinado.
-¡Bien, vuelvan al trabajo, señoritas! -dijo Mada-me Edith-. La profesora de costura ayudará a la nueva alumna.
Me acomodé en una silla cerca de la puerta y miré desafiante a mi alrededor. Me encontré con la mirada de una chica de mi edad, que me sonrió indecisa. Quizás entonces mi mirada se suavizó, porque ella al momento me dedicó una amplia sonrisa y me guiñó un ojo.
La profesora de costura se acercó a mí. Sostenía una aguja, un surtido de hilos de colores y un bastidor con una tela de lino en la que había dibujadas unas flores. Te¬nía que bordar aquel diseño. Más tarde la tela serviría para un cojín o para el respaldo de una silla. Después de explicarme lo que tenía que hacer, la profesora de costu¬ra me dejó sola, creyendo que yo sabría coser. Pero era la primera vez en mi vida que tenía una aguja en la mano, y a pesar de que me fijé en qué hacían las otras chicas no pude ni enhebrarla. Lo intenté durante un cuarto de ho¬ra, hasta que la profesora se acercó y exclamó:
-¡Esta chica ha sido educada por ogros, o por algo todavía peor! -gritó arrancándome la aguja de la ma¬no-. Sostenla con delicadeza, ¡no es un arpón! -Des¬pués la enhebró con hilo verde y me la devolvió.
Intenté hacer lo que me había dicho. Se marchó y yo empecé mi labor como pude. Clavé la aguja en el contorno de una rosa. Me dolía la cabeza por falta de ali¬mento.
-Tienes que hacer un nudo al final del hilo y empe¬zar por debajo. -La que me hablaba era la chica que me había guiñado el ojo al entrar. Acercó su silla a la mía y siguió-: La profesora de labores se reirá de ti si bordas una rosa de color verde. Las rosas tienen que ser rojas, rosadas o, si eres más atrevida, amarillas.
En su regazo descansaba un vestido de color rosa, igual al que llevaba puesto. Inclinó la cabeza sobre mi labor y dio otra puntada. Su pelo oscuro estaba peinado con pequeñas trenzas que se unían en un moño. Su piel era de color canela, y sus mejillas parecían pinceladas de color frambuesa (yo no podía evitar el hacer símiles con cosas de comer). Sus labios, curvados graciosamente ha¬cia arriba, le daban un aspecto risueño y alegre. Se lla¬maba Areida, y su familia vivía en Amonta, una ciudad junto a la frontera de Ayorta. Hablaba con el acento propio de su país: emitía un leve chasquido cuando pro¬nunciaba la eme, y asimilaba la ele a la erre.
-Abensa utyu arija ubensu -dije esperando que ésa fuera la forma de decir «encantada de conocerte» en ayortano. Lo había aprendido de uno de los loros.
Ella me sonrió extasiada.
-Ubensu ockommo Ayorta?
-Sólo sé unas pocas palabras -confesé.
Entonces pareció quedarse muy frustrada.
-Hubiera sido maravilloso tener a alguien con quien hablar en mi lengua.
-Puedes enseñarme.
-Tu acento es bastante bueno -dijo confusa.- La profesora de lengua enseña ayortano, pero nadie ha con¬seguido aprender ni una palabra.
-Yo tengo facilidad para los idiomas.
Desde aquel momento empezó a enseñarme. «Una vez oído, ya nunca olvidado», ése es mi lema para los idiomas. Al cabo de una hora ya construía pequeñas fra¬ses, lo cual hacía las delicias de Areida.
-Utyu ubensu evtmae oyjento? («¿Te gusta esta es¬cuela para señoritas?») -pregunté.
Se encogió de hombros.
-¿No crees que es horrible? -dije volviendo a ha¬blar en kyrrian.
Entonces se proyectó una sombra sobre mi labor abandonada. Era la profesora de costura, que tomó la te¬la y anunció dramáticamente:
-Sólo tres puntadas en todo este rato. Tres grandes y horrorosas puntadas, igual que tres dientes en una bo¬ca desdentada. Ve a tu habitación y permanece allí hasta la hora de dormir. Hoy no habrá cena para ti.
Mi estómago rugió tan fuerte que creí que todos en la sala lo habían oído. Hattie me dedicó una sonrisa de sa¬tisfacción; ni ella misma podría haberlo planeado mejor.
-Me da igual, no tengo hambre -le respondí a la profesora.
-Entonces también te quedarás sin desayuno, por impertinente.

El mundo encantado de Ela de Gail Carson Levine: Capítulo 8

Hattie no sabía nada ni de Lucinda ni del hechizo, pero lo que sí había comprendido era que yo siempre obedecería sus órdenes. De hecho, después de que le lanzara la bola de polvo a la cara se había limitado a son­reír maliciosamente. Sabía que tenía mucho más valor el poder que ella acababa de adquirir que mi afrenta.

Me retiré a un rincón del coche y me puse a con­templar el paisaje. Hattie no me había ordenado que le quitase el collar. ¿Y si se lo sacaba por la cabeza, o se lo arrancaba del cuello? Prefería que estuviese roto a que ella lo tuviera.

Lo intenté. Ordené a mis brazos que se movieran y a mis manos que lo agarraran. Pero el hechizo no me deja­ba. La única forma de lograrlo habría sido que alguien me lo hubiese ordenado, puesto que yo sola no podía desobedecer una orden. Intenté acostumbrarme a ver el collar en el cuello de Hattie. Cuando yo lo miraba, ella lo acariciaba satisfecha.

Al cabo de un rato se durmió, con la boca entreabier­ta, y empezó a roncar. Entonces Olive aprovechó para sentarse a mi lado.

-Yo también quiero un regalo como prueba de nues­tra amistad.

-¿Por qué no me das tú algo a mí? -contesté.

Frunció el ceño.

-No, no. Tienes que dármelo tú.

-¿Qué te gustaría? -pregunté ante la obligación de cumplir una orden.

-Quiero dinero.

Tal y como había prometido, papá me había dado una bolsa llena de KJs de plata. Tomé mi maletín y le di una moneda.

-Aquí tienes. Ahora ya somos amigas.

Ella escupió sobre la moneda y luego la frotó para que brillara.

-Ahora sí que somos amigas -concluyó. Volvió a su sitio y se acercó la moneda a los ojos para verla bien.

Yo miraba a Hattie, que seguía roncando. Probable­mente estuviera soñando en lo que me ordenaría des­pués. Luego miré a Olive, que se pasaba el canto de la moneda por la frente y luego por la nariz. Tenía ganas de llegar a la escuela, por lo menos allí tendría otras compañeras.

Al poco rato Olive también se durmió. Sólo cuando estuve segura de que las dos dormían profundamente me atreví a sacar de mi bolsa el libro de cuentos que me ha­bía regalado Mandy. Me puse de espaldas a ellas, para ocultar el libro y aprovechar la luz que entraba por la ventanilla.

Cuando abrí el libro, en lugar de un cuento de ha­das encontré una ilustración en la que aparecía Mandy. Estaba cortando un nabo a trocitos, con el que des­pués cocinaría el pollo que aquella misma mañana había desplumado. Estaba llorando. Comprendí que se había contenido al abrazarme. La página se volvió borro­sa porque mis ojos también se llenaron de lágrimas, aunque no quise llorar ante Hattie y Olive, a pesar de que estuvieran dormidas.

Si Mandy hubiera estado en el coche conmigo me ha­bría abrazado, y entonces habría podido llorar tanto co­mo hubiese querido. Me hubiera dado unos golpecitos en la espalda y me habría dicho...

No, aquellos pensamientos no debían hacerme llorar. Si Mandy hubiera estado allí me habría dicho que podía ser maravilloso usar la magia para convertir a Hattie en un conejo. Y entonces yo me preguntaría de nuevo para qué sirven las hadas si no es para usar la magia.

Aquello me ayudó. Me aseguré de que mis compañe­ras de viaje continuasen dormidas y entonces pasé la pá­gina del libro. Mostraba la imagen de una habitación, probablemente en el castillo del rey Jerrold, ya que Char estaba allí y el escudo de Kyrria estaba pintado en la pa­red, sobre un tapiz. Char estaba hablando con tres de los soldados que habían vigilado a los ogros.

No entendía lo que significaba aquella escena. Qui­zá la siguiente página lo explicaba. En ella encontré dos ilustraciones más, pero en ninguna aparecían ni Char ni los soldados.

En el reverso había un mapa de Frell, nuestra propie­dad, debajo del cual figuraba la inscripción: «Sir Peter de Frell.» Mi dedo siguió la ruta hacia el viejo castillo, jun­to al que estaba la colección de animales del rey. Había °tro camino desde Frell hacia el sur; era el mismo que recorríamos en aquel momento. Quedaba más allá de ios límites del mapa, más allá de la propiedad de sir Peter de Frell.

La ilustración de la derecha mostraba el coche de papá, seguido de tres carros tirados por muías y llenos de mer­cancías para vender. Papá, con la cara al viento, estaba sen­tado en el pescante junto al cochero, que alzaba su látigo.

¿Qué más me mostraría el libro?

Esta vez parecía un cuento de hadas como El zapate­ro y los elfos. En esta versión, sin embargo, cada elfo tenía su personalidad y llegué a conocerlos mejor que al propio zapatero. También entendí por qué desaparecen después de que el zapatero les haga unos trajes. Resulta que van a ayudar a un gigante a deshacerse de un enjambre de mos­quitos que son demasiado pequeños y que él no puede ver. Los elfos dejan una nota de agradecimiento para el zapatero que él no llega a leer porque pone su taza de ca­fé encima. Ahora entendía mejor aquel cuento.

-Tu libro parece fascinante. Déjamelo ver -dijo Hattie, que acababa de despertarse.

Me sobresalté. Si también me quitaba el libro la ma­taría. Cuando se lo tendí pareció aumentar de peso.

Sus ojos se abrieron a medida que leía.

-¿Te gusta esto? «El ciclo vital de la garrapata del centauro.» -Pasó las páginas-. «Minas gnómicas de plata en terrenos peligrosos.»

-¿No te parece interesante? -pregunté aliviada-. Puedes leerlo si quieres, si vamos a ser amigas tenemos que tener intereses comunes.

-Tú no puedes compartir mis intereses, querida -dijo devolviéndome el libro.



Aquel viaje me sirvió para saber qué podía esperar de Hattie. Una vez en la posada donde íbamos a pasar la primera noche, me informó de que el lugar que ocupaba yo en el coche era el destinado a su sirvienta.

-Pero no importa, porque tú puedes ocupar perfec­tamente su lugar -dijo ladeando la cabeza-. Aunque, pensándolo mejor, como perteneces a la nobleza sería un insulto convertirte en mi criada. Serás mi dama de com­pañía, y algunas veces también la de mi hermana. Oye, Olive, ¿hay algo que Ela pueda hacer por ti?

-No, yo ya sé vestirme y desvestirme sola -contes­tó Olive desafiante.

-Nadie ha dicho que no sepas -dijo Hattie sentán­dose en la cama que íbamos a compartir. Levantó los pies y dirigiéndose a mí ordenó-: Arrodíllate y ponme las zapatillas, Ela. Me duelen los tobillos.

Las tomé sin decir nada. Mi nariz se llenó del agrio olor de sus pies. Llevé las zapatillas hasta la ventana y las tiré abajo.

Hattie bostezó.

-Te has buscado trabajo extra. Ve abajo y recógelas.

Olive corrió hacia la ventana.

-¡Tus zapatillas han caído en un cubo de agua sucia!

Aunque me vi obligada a subir las malolientes zapa­tillas a la habitación, Hattie no tuvo más remedio que llevarlas puestas hasta que encontró otras limpias en su baúl. Después de aquello pensaría con más cuidado las órdenes que me daba.

A la mañana siguiente, durante el desayuno, calificó los cereales de incomestibles.

-No los comas, Ela. Te pueden sentar mal -dijo mientras tomaba ella una cucharada.

Salía humo de mi bol, y pude apreciar el aroma de la canela. Mandy también solía ponérmela en el desayuno.

-Pues si es tan malo, ¿por qué comes? -preguntó Olive a su hermana-. Yo estoy hambrienta, la verdad.

-Tus cereales parecen buenos. Yo me tomo los míos a pesar de que están asquerosos... -masculló mientras lamía los restos de cereales que le habían quedado en la comisura de la boca-. Es necesario que me alimente pa­ra poder dirigir nuestro viaje.

-Tú no vas a di... -empezó a decir Olive.

-¿No les gusta su desayuno, señoritas? -preguntó el posadero preocupado.

-El estómago de mi hermana es muy delicado -di­jo Hattie-. Ya puede retirar su bol.

-Yo no soy su hermana -protesté mientras el posa­dero se iba.

Hattie rió mientras rebañaba sus cereales con la cu­chara.

El posadero volvió con un plato de pan moreno re­lleno de nueces y pasas.

-Quizás esto le sentará mejor al estómago de la señorita.

Tuve tiempo de dar un buen mordisco al pan antes de que una señora de la mesa vecina solicitase al posadero.

-Déjalo, Ela -dijo Hattie tras tomar una puntita de pan y probarla-. Es demasiado empalagoso.

-La comida empalagosa me gusta mucho -dijo Olive alcanzando el pan.

Entre las dos se acabaron mi desayuno en un peri­quete. Aparte del tónico, aquel pedazo de pan era la úni­ca comida que había probado en tres días. Hattie tam­bién me hubiera prohibido tomar mi tónico, de no ser porque lo probó. Al tragarlo puso cara de asco.

viernes, 5 de noviembre de 2010

No sé que hacer...

¿Qué debo hacer? ¿Qué debo hacer para recuperarte, para que no te alejes de nuevo de mí?

Es imposible, ¿verdad? ¿Tanto daño te he hecho?

Ahora mismo, mi existencia y mi vida carece de sentido y tengo ganas de golpearme por atreverme a llorar, a llorar ahora ¿Por qué no lloré cuando tú necesitabas ver mis lágrimas? ¿Por qué no extendí mi mano y te pedí que te quedaras? ¿Por qué soy tan idiotamente orgulloso?

He dejado ir lo más maravilloso de mi vida por tal estupidez que es ilógica.

Mi corazón está en carne viva, convirtiéndose en mis lágrimas, y estas arden en mis ojos, quemando mis mejillas ya enrojecidas.

Ya...no sé que hacer...