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domingo, 7 de noviembre de 2010

El mundo encantado de Ela de Gail Carson Levine: Capítulo 8

Hattie no sabía nada ni de Lucinda ni del hechizo, pero lo que sí había comprendido era que yo siempre obedecería sus órdenes. De hecho, después de que le lanzara la bola de polvo a la cara se había limitado a son­reír maliciosamente. Sabía que tenía mucho más valor el poder que ella acababa de adquirir que mi afrenta.

Me retiré a un rincón del coche y me puse a con­templar el paisaje. Hattie no me había ordenado que le quitase el collar. ¿Y si se lo sacaba por la cabeza, o se lo arrancaba del cuello? Prefería que estuviese roto a que ella lo tuviera.

Lo intenté. Ordené a mis brazos que se movieran y a mis manos que lo agarraran. Pero el hechizo no me deja­ba. La única forma de lograrlo habría sido que alguien me lo hubiese ordenado, puesto que yo sola no podía desobedecer una orden. Intenté acostumbrarme a ver el collar en el cuello de Hattie. Cuando yo lo miraba, ella lo acariciaba satisfecha.

Al cabo de un rato se durmió, con la boca entreabier­ta, y empezó a roncar. Entonces Olive aprovechó para sentarse a mi lado.

-Yo también quiero un regalo como prueba de nues­tra amistad.

-¿Por qué no me das tú algo a mí? -contesté.

Frunció el ceño.

-No, no. Tienes que dármelo tú.

-¿Qué te gustaría? -pregunté ante la obligación de cumplir una orden.

-Quiero dinero.

Tal y como había prometido, papá me había dado una bolsa llena de KJs de plata. Tomé mi maletín y le di una moneda.

-Aquí tienes. Ahora ya somos amigas.

Ella escupió sobre la moneda y luego la frotó para que brillara.

-Ahora sí que somos amigas -concluyó. Volvió a su sitio y se acercó la moneda a los ojos para verla bien.

Yo miraba a Hattie, que seguía roncando. Probable­mente estuviera soñando en lo que me ordenaría des­pués. Luego miré a Olive, que se pasaba el canto de la moneda por la frente y luego por la nariz. Tenía ganas de llegar a la escuela, por lo menos allí tendría otras compañeras.

Al poco rato Olive también se durmió. Sólo cuando estuve segura de que las dos dormían profundamente me atreví a sacar de mi bolsa el libro de cuentos que me ha­bía regalado Mandy. Me puse de espaldas a ellas, para ocultar el libro y aprovechar la luz que entraba por la ventanilla.

Cuando abrí el libro, en lugar de un cuento de ha­das encontré una ilustración en la que aparecía Mandy. Estaba cortando un nabo a trocitos, con el que des­pués cocinaría el pollo que aquella misma mañana había desplumado. Estaba llorando. Comprendí que se había contenido al abrazarme. La página se volvió borro­sa porque mis ojos también se llenaron de lágrimas, aunque no quise llorar ante Hattie y Olive, a pesar de que estuvieran dormidas.

Si Mandy hubiera estado en el coche conmigo me ha­bría abrazado, y entonces habría podido llorar tanto co­mo hubiese querido. Me hubiera dado unos golpecitos en la espalda y me habría dicho...

No, aquellos pensamientos no debían hacerme llorar. Si Mandy hubiera estado allí me habría dicho que podía ser maravilloso usar la magia para convertir a Hattie en un conejo. Y entonces yo me preguntaría de nuevo para qué sirven las hadas si no es para usar la magia.

Aquello me ayudó. Me aseguré de que mis compañe­ras de viaje continuasen dormidas y entonces pasé la pá­gina del libro. Mostraba la imagen de una habitación, probablemente en el castillo del rey Jerrold, ya que Char estaba allí y el escudo de Kyrria estaba pintado en la pa­red, sobre un tapiz. Char estaba hablando con tres de los soldados que habían vigilado a los ogros.

No entendía lo que significaba aquella escena. Qui­zá la siguiente página lo explicaba. En ella encontré dos ilustraciones más, pero en ninguna aparecían ni Char ni los soldados.

En el reverso había un mapa de Frell, nuestra propie­dad, debajo del cual figuraba la inscripción: «Sir Peter de Frell.» Mi dedo siguió la ruta hacia el viejo castillo, jun­to al que estaba la colección de animales del rey. Había °tro camino desde Frell hacia el sur; era el mismo que recorríamos en aquel momento. Quedaba más allá de ios límites del mapa, más allá de la propiedad de sir Peter de Frell.

La ilustración de la derecha mostraba el coche de papá, seguido de tres carros tirados por muías y llenos de mer­cancías para vender. Papá, con la cara al viento, estaba sen­tado en el pescante junto al cochero, que alzaba su látigo.

¿Qué más me mostraría el libro?

Esta vez parecía un cuento de hadas como El zapate­ro y los elfos. En esta versión, sin embargo, cada elfo tenía su personalidad y llegué a conocerlos mejor que al propio zapatero. También entendí por qué desaparecen después de que el zapatero les haga unos trajes. Resulta que van a ayudar a un gigante a deshacerse de un enjambre de mos­quitos que son demasiado pequeños y que él no puede ver. Los elfos dejan una nota de agradecimiento para el zapatero que él no llega a leer porque pone su taza de ca­fé encima. Ahora entendía mejor aquel cuento.

-Tu libro parece fascinante. Déjamelo ver -dijo Hattie, que acababa de despertarse.

Me sobresalté. Si también me quitaba el libro la ma­taría. Cuando se lo tendí pareció aumentar de peso.

Sus ojos se abrieron a medida que leía.

-¿Te gusta esto? «El ciclo vital de la garrapata del centauro.» -Pasó las páginas-. «Minas gnómicas de plata en terrenos peligrosos.»

-¿No te parece interesante? -pregunté aliviada-. Puedes leerlo si quieres, si vamos a ser amigas tenemos que tener intereses comunes.

-Tú no puedes compartir mis intereses, querida -dijo devolviéndome el libro.



Aquel viaje me sirvió para saber qué podía esperar de Hattie. Una vez en la posada donde íbamos a pasar la primera noche, me informó de que el lugar que ocupaba yo en el coche era el destinado a su sirvienta.

-Pero no importa, porque tú puedes ocupar perfec­tamente su lugar -dijo ladeando la cabeza-. Aunque, pensándolo mejor, como perteneces a la nobleza sería un insulto convertirte en mi criada. Serás mi dama de com­pañía, y algunas veces también la de mi hermana. Oye, Olive, ¿hay algo que Ela pueda hacer por ti?

-No, yo ya sé vestirme y desvestirme sola -contes­tó Olive desafiante.

-Nadie ha dicho que no sepas -dijo Hattie sentán­dose en la cama que íbamos a compartir. Levantó los pies y dirigiéndose a mí ordenó-: Arrodíllate y ponme las zapatillas, Ela. Me duelen los tobillos.

Las tomé sin decir nada. Mi nariz se llenó del agrio olor de sus pies. Llevé las zapatillas hasta la ventana y las tiré abajo.

Hattie bostezó.

-Te has buscado trabajo extra. Ve abajo y recógelas.

Olive corrió hacia la ventana.

-¡Tus zapatillas han caído en un cubo de agua sucia!

Aunque me vi obligada a subir las malolientes zapa­tillas a la habitación, Hattie no tuvo más remedio que llevarlas puestas hasta que encontró otras limpias en su baúl. Después de aquello pensaría con más cuidado las órdenes que me daba.

A la mañana siguiente, durante el desayuno, calificó los cereales de incomestibles.

-No los comas, Ela. Te pueden sentar mal -dijo mientras tomaba ella una cucharada.

Salía humo de mi bol, y pude apreciar el aroma de la canela. Mandy también solía ponérmela en el desayuno.

-Pues si es tan malo, ¿por qué comes? -preguntó Olive a su hermana-. Yo estoy hambrienta, la verdad.

-Tus cereales parecen buenos. Yo me tomo los míos a pesar de que están asquerosos... -masculló mientras lamía los restos de cereales que le habían quedado en la comisura de la boca-. Es necesario que me alimente pa­ra poder dirigir nuestro viaje.

-Tú no vas a di... -empezó a decir Olive.

-¿No les gusta su desayuno, señoritas? -preguntó el posadero preocupado.

-El estómago de mi hermana es muy delicado -di­jo Hattie-. Ya puede retirar su bol.

-Yo no soy su hermana -protesté mientras el posa­dero se iba.

Hattie rió mientras rebañaba sus cereales con la cu­chara.

El posadero volvió con un plato de pan moreno re­lleno de nueces y pasas.

-Quizás esto le sentará mejor al estómago de la señorita.

Tuve tiempo de dar un buen mordisco al pan antes de que una señora de la mesa vecina solicitase al posadero.

-Déjalo, Ela -dijo Hattie tras tomar una puntita de pan y probarla-. Es demasiado empalagoso.

-La comida empalagosa me gusta mucho -dijo Olive alcanzando el pan.

Entre las dos se acabaron mi desayuno en un peri­quete. Aparte del tónico, aquel pedazo de pan era la úni­ca comida que había probado en tres días. Hattie tam­bién me hubiera prohibido tomar mi tónico, de no ser porque lo probó. Al tragarlo puso cara de asco.

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