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lunes, 25 de octubre de 2010

El mundo encantado de Ela de Gail Carson Levine: Capítulo 7

- ¿Adonde vas? -gritó Char al ver lo que yo estaba haciendo.
-Debo... -empecé a decir.
-¡Detente!, te lo ordeno.
Me detuve, pero seguí temblando mientras los soldados rodeaban la cabana. Sus espadas apuntaron al ogro, que seguía mirándome.
Al fin dio media vuelta y volvió a la penumbra del interior.
-¿Por qué le hacías caso? -preguntó Char.
Yo seguía forcejeando con el niño, que tiraba de su pequeña barba y se movía tratando de escapar.
-pwich azzoogh fraecH! -gritó.
Aproveché aquella interrupción para tratar de dis¬traer a Char y no tener que responder a su pregunta.
-Tiene miedo -dije por fin.
Pero Char insistió:
-¿Por qué le escuchaste, Ela?
No tuve más remedio que responder.
-Sus ojos... -balbuceé-. Había algo en ellos... Te¬nía que hacer lo que me ordenase.
-¿Habrán hallado otra forma de hechizarnos? -se preguntó Char algo alarmado-. Tendré que contárselo a mi padre.
El pequeño gnomo gemía y daba patadas en el aire. Pensé que las palabras de los loros podrían consolarle.
Entonces las pronuncié, confiando en que no fueran ningún insulto:
-fwthchor evtoogh brzzay eerth ymmadboech evtoogh brzzaY.
El niño se serenó y sonrió, mostrando unos dientecitos de bebé.
-fwthcbor evtoogh brzzay eerth ymmadboech ev¬toogh brzzaY -repitió. Tenía unos preciosos hoyuelos a ambos lados de la boca.
Lo dejé en el suelo, y nos agarró de la mano a Char y a mí.
-Sus padres deben de estar preocupados -comen¬té. No sabía cómo preguntarle dónde estaban, y él qui¬zás era demasiado pequeño para contestar.
No se encontraban cerca de las jaulas de las fieras, ni entre el ganado que pacía. Al fin vimos a una vieja gnoma sentada en el suelo, cerca de un estanque. Con la ca¬beza entre las piernas, era la pura imagen del desconsue¬lo. Otros gnomos buscaban entre los juncos y los setos, o preguntaban a todo el que pasaba.
-fraechramM! -gritó el pequeño gnomo, tirando de mí y de Char.
La vieja gnoma levantó la cabeza, y con la cara llena de lágrimas dijo:
-zhulpH.
Después abrazó fuertemente al gnomito y cubrió su cara y su barba de besos. Luego nos miró y reconoció a Char.
-Gracias, su majestad, por devolverme a mi niete¬cito.
Char, turbado, tosió y dijo:
-Es un placer devolvéroslo sano y salvo, señora. Casi se lo come un ogro.
-Char..., el príncipe Charmont, lo ha salvado, y también a mí -dije yo.
-Los gnomos os están agradecidos -sentenció ella, haciendo una reverencia-. Me llamo zhatapH.
Era casi tan alta como yo, pero mucho más ancha. No corpulenta, sino ancha, pues los gnomos crecen a lo ancho tras llegar a la edad adulta. Se trataba del persona¬je más majestuoso que yo jamás había visto, y del más viejo, si se exceptuaba a Mandy. Sus arrugas contenían otras arrugas, pequeños pliegues de piel aún más pro¬fundos. Tenía los ojos hundidos y de un color cobre turbio.
Hice una reverencia y me tambaleé un poco.
-Yo soy Ela -dije.
Poco a poco fueron llegando otros gnomos y nos ro¬dearon.
-¿Cómo lograste que fuera contigo, chica? -pre¬guntó zhatapH-. No se hubiera ido con cualquier hu¬mano.
-Ela habló con él -respondió Char, orgulloso de mí.
-¿Qué le dijiste?
Dudé. Una cosa era imitar a los loros y otra muy dis¬tinta hablarle a un bebé gnomo. Temí parecer una idiota ante aquella respetable señora.
-fwthchor wvtoogh brzzay eerth ymmadboech evtoogh brzzaY-dije al fin.
-No me extraña entonces que fuera contigo -dijo zhatapH.
-fraecH! -gritó zhulpH alegremente y se revolvió entre los brazos de su abuela.
Una joven gnoma tomó al chiquillo y preguntó:
-¿Dónde has aprendido a hablar en gnómico? -Y a continuación se presentó-: Soy la mamá de zhulpH.
Les expliqué lo de los loros y pregunté qué era exac¬tamente lo que le había dicho a zhulpH.
-Es una expresión de saludo -contestó zhatapH-. En kyrrian significa «Cavar es bueno para el bolsillo y también para hincar el colmillo». -Me tomó la mano y dijo-: zhulpH no será el único a quien salves la vida. Puedo verlo.
-¿Qué más puedes ver? ¿Qué más ocurrirá en mi vida? -pregunté, pues sabía por Mandy que los gno¬mos podían predecir el futuro.
-Los gnomos no entramos en detalles. La ropa que llevarás mañana, o qué dirás, eso es un misterio para nosotros. Sólo vemos el futuro a grandes rasgos, entre¬vemos algunos hechos.
-¿Y cuáles son?
-Peligro, una búsqueda, tres figuras. Están cerca de ti pero no son tus amigas. ¡Ten cuidado con ellas! -ter¬minó diciendo mientras me soltaba la mano.
Cuando volvíamos hacia donde estaban las fieras, Char dijo:
-Hoy triplicaré la guardia alrededor de los ogros. Y pronto cazaré un centauro y te lo regalaré.



Madame Olga fue puntual. Ella y sus hijas observa¬ban cómo subían al coche mi baúl y el barril de tónico. Papá estaba allí para despedirme, y Mandy permanecía de pie, un poco alejada del resto.
-Qué poco equipaje llevas -comentó Hattie. Madame Olga estuvo de acuerdo: -Ela no está equipada como corresponde a su po¬sición, sir Peter. Mis hijas tienen ocho baúles entre las dos.
-Hattie tiene cinco y medio, mamá. Y yo sólo ten¬go. -Olive se calló de repente y se puso a hacer el cálcu¬lo con los dedos-. Bueno, tengo menos, y eso no es justo.
Papá cambió de tema con suavidad:
-Es muy amable por su parte aceptar a Ela, Mada¬me Olga. Sólo espero que esto no le suponga ninguna molestia.
-Oh, en absoluto, querido Peter. Yo no las acompa¬ñaré.
Papá frunció el ceño, no le había gustado que le lla¬mara «querido».
Madame Olga continuó:
-Con el cochero y dos lacayos estarán a salvo de cualquier peligro, exceptuando los ogros, claro. Y en cuanto a eso poco puedo hacer. Además, disfrutarán más solas, sin la compañía de su vieja madre.
Después de una pausa, papá dijo:
-En absoluto puede usted considerarse vieja, Mada¬me. -Luego se volvió hacia mí, y dijo-: Espero que tengas un feliz viaje, cariño. Te echaré de menos. -Y me dio un beso en la mejilla.
«Mentiroso», pensé.
Un lacayo abrió la puerta del coche y ayudó a Hattie y a Olive a subir.
Yo corrí hacia Mandy. No podía marcharme sin un último abrazo.
-Haz que desaparezcan, por favor -le susurré.
-Oh, Ela, cariño. Estarás bien -dijo estrechándo¬me muy fuerte.
-¡Estela, tus amigas te están esperando! -exclamó papá.
Subí al coche, coloqué mi maletín en un rincón e ini¬ciamos la marcha.
Para tranquilizarme puse las manos sobre mi pecho y palpé el collar de mamá que llevaba escondido. Si ella es¬tuviera viva yo no estaría yéndome de casa, en compañía de aquellas horribles criaturas.
-Yo nunca abrazaría a una cocinera -dijo Hattie encogiéndose de hombros.
-Pues claro que no. ¿Qué cocinera dejaría que la abrazases? -repliqué.
Hattie volvió al tema del equipaje:
-Con tan pocas pertenencias, las otras chicas no sa¬brán si eres una criada o una de nosotras.
-¿Qué llevas escondido bajo el vestido? -pregun¬tó Olive.
-¿Es un collar? ¿Por qué lo llevas bajo la ropa? -qui¬so saber Hattie.
-¿Es porque es feo? -inquirió Olive-. ¿Por eso lo escondes?
-No, no es feo.
-Pues entonces muéstranoslo. Olive y yo queremos verlo.
Era una orden, estaba obligada a enseñárselo. No me importó, pues allí no había ningún ladrón que pudiera quitármelo.
-¡Guau! -exclamó Olive-. Es más bonito que la mejor joya de mamá.
-Nadie pensará que eres una criada si lo llevas pues¬to. Es fantástico. Aunque te queda un poco grande. -Hattie lo acarició-. Mira, Olive, qué bonitas son las perlas.
Olive también lo tocó.
-¡Ya basta! -grité apartándolo de ellas.
-No vamos a estropearlo. ¿Puedo probármelo? Ma¬má siempre me deja que me pruebe sus collares, y nunca los estropeo.
-No, no puedes.
-Oh, por favor. Déjamelo. Es un encanto.
Una orden.
-¿Tengo que hacerlo? -pregunté. No pude conte¬nerme. Tendría que haberme mordido la lengua.
Los ojos de Hattie brillaron.
-Sí, tienes que hacerlo. Dámelo.
-Pero sólo un momento -dije quitándomelo de¬prisa, para que no notaran que luchaba contra mi necesi¬dad de obedecer.
-Abróchamelo...
Lo hice, aunque la orden no era para mí sino para Olive.
-Gracias, querida -dijo Hattie, acomodándose en su asiento-. Yo he nacido para llevar joyas como ésta.
-Deja que me lo pruebe, Ela -protestó Olive.
-Cuando seas mayor -respondió Hattie.
Pero yo tenía que obedecer. Traté con todas mis fuer¬zas de ignorar la orden de Olive, pero me vinieron todos los males posibles: tuve retortijones, se me aceleró el pulso, se me cortaba la respiración...
-Déjaselo -balbuceé.
-Mira -dijo Olive-, dice que me lo dejes.
-Yo sé lo que te conviene, Olive. Tú y Ela sois de¬masiado jóvenes y...
Me abalancé sobre Hattie y le desabroché el collar antes de que pudiera reaccionar.
-¡No se lo des, Ela! -gritó-. ¡Devuélvemelo!
Yo se lo devolví.
-Dámelo a mí, Ela -dijo Olive levantando la voz-. No seas tan fresca, Hattie.
Le quité el collar de las manos a Hattie y se lo entre¬gué a Olive.
Hattie se quedó mirándome fijamente.
Empezaba a sospechar algo respecto a mi forma de actuar.
-Mamá llevó este collar en su boda -dije intentan¬do distraer a Hattie-. Y su madre...
-¿Siempre eres tan obediente, Ela? Devuélveme el collar.
-¡No lo soltaré! -chilló Olive.
-Por supuesto que lo harás. A no ser que quieras quedarte sin cena esta noche... -dijo Hattie.
Le arrebaté el collar a Olive. Hattie se lo puso y le dio unos golpecitos, complacida.
-Ela, deberías regalármelo. Por el bien de nuestra amistad.
-No somos amigas -respondí.
-Claro que lo somos. Yo te adoro, y Olive también. ¿Verdad, Olive?
Olive asintió solemnemente.
-Creo que me lo darás si te digo que debes hacer¬lo, así que... Hazlo, Ela, por nuestra amistad. Debes ha¬cerlo.
-Tómalo -dije contra mi voluntad.
-Gracias. Qué amiga tan generosa tenemos, Olive -comentó, y a continuación cambió de tema-: Los criados no han limpiado muy bien el coche. Esa bola de polvo es muy desagradable. No tendríamos que ir en es¬te trasto tan sucio. Recógela, Ela.
Aquella orden me gustó. Recogí la bola de polvo y se la lancé a la cara.
-Toma, es tuya.
Me quedé satisfecha, aunque no por mucho tiempo.

El mundo encantado de Ela de Gail Carson Levine: Capítulo 6

A la mañana siguiente me desperté con los dedos aferrados al collar de mamá. El reloj del palacio del rey Jerrold daba las seis. Perfecto, quería levantarme pron¬to y pasar el día despidiéndome de los lugares que más amaba.
Me puse el collar debajo del vestido y bajé sigilosa¬mente hasta la despensa. Allí encontré una bandeja de bollos recién hechos. Todavía estaban calientes, lancé dos al aire y los atrapé con la falda, que había doblado en forma de cestito. Después, intentando no perder mi desayuno, corrí hacia la parte delantera de la casa y fui directa a ver a papá. Estaba en la entrada, esperando a Nathan para que le trajera el carruaje.
-No tengo tiempo para ti, Estela. Vete a darle la la¬ta a otro. ¡Ah!, y dile a Mandy que volveré con el admi¬nistrador, que nos prepare algo de comer.
Tuve que irme de allí y buscar a alguien para darle la lata, tal y como me había ordenado mi padre. Además de ser peligroso, el hechizo me hacía cometer tonterías, y era el causante de que pareciera tan patosa. Tenía que buscar a alguien... Entonces vi a Bertha cargada con la colada. Fui corriendo y choqué contra ella, de tal forma que se le cayó el cesto de la ropa limpia. Todos mis vesti¬dos, mis medias y mi ropa interior cayeron al suelo. La ayudé a recogerlo todo, pero la pobre tendría que volver a lavarlo de nuevo.
-Señorita, ya es bastante complicado preparar sus cosas en tan poco tiempo como para tener encima que hacerlo dos veces -protestó.
Me disculpé y fui a darle el recado de papá a Mandy, que hizo que me sentara para tomar el desayuno. Des¬pués me dirigí hacia la pequeña colección de animales salvajes que tenía el rey junto a los muros de palacio.
Mis ejemplares favoritos eran los pájaros parlantes y los animales exóticos. Si exceptuamos a la hidra en su pantano y al pequeño dragón, las criaturas exóticas (el unicornio, la manada de centauros, y el grifo y su fami¬lia) vivían en una isla verde rodeada por una extensión del foso del castillo.
El dragón estaba en una jaula metálica. Era muy her¬moso, tan pequeño y feroz, y parecía feliz cuando lanza¬ba fuego; sus ojos de color rubí brillaban entonces de forma maliciosa. Yo había comprado un trozo de queso en un puesto cercano a la jaula y lo arrimé al fuego, lo cual era una hazaña difícil porque se trataba de acercar¬lo lo suficiente para que se tostara, pero no tanto como para que el dragón pudiera atraparlo.
Me pregunté qué iba a hacer el rey Jerrold con aquel dragón cuando creciera. También me pregunté si yo es¬taría allí para conocer su destino.
Más allá, cerca del foso, había un centauro que me observaba. ¿Le gustaría el queso? Me acerqué a él lenta¬mente, esperando que no se asustara y se fuera.
-¡Eh! -dijo una voz.
Me di la vuelta; era el príncipe Charmont, que me ofrecía una manzana.
-¡Oh, gracias! -respondí.
Me acerqué al foso con la manzana en la mano. El centauro olió el aroma de la fruta y trotó hacia mí. Le lancé la manzana. Otros dos centauros se acercaron, también galopando, pero el primero ya había obtenido su premio y comenzó a comérselo, masticando ruidosa¬mente.
-Yo siempre espero que me den las gracias, o que al menos digan: «¿Cómo te atreves a mirarnos de esa for¬ma?» o algo por el estilo -comenté.
-No son lo bastante inteligentes como para poder hablar. Mira qué ojos más inexpresivos tienen -indicó el príncipe.
Yo ya me había fijado en ello, pero quizá Char pen¬sara que era su deber explicar las cosas a sus subditos.
-Aunque pudieran hablar -dije- serían incapaces de pensar en algo que decir.
Después permanecimos en silencio. Entonces Char se echó a reír y exclamó:
-¡Qué graciosa! Eres muy divertida. Igual que lady Estela. -Luego, compungido, añadió-: Lo siento, no quería recordarte a tu madre.
-No te preocupes, pienso a menudo en ella. Casi siempre, mejor dicho.
Caminamos a lo largo de la orilla del foso.
-¿Quieres una manzana? -dijo ofreciéndome otra.
Quería hacerle reír de nuevo. Pateé el suelo con mi pie derecho y eché mi cabeza hacia atrás como si tuviera crin. Abrí los ojos cuanto pude, como lo haría un cen¬tauro, miré fijamente a Char con expresión de estupidez y tomé la manzana.
-¿Creerán los ogros que no vale la pena comerme?
Nos acercamos hasta la cabana de los ogros. A pesar de que estaban encerrados, había soldados en formación para vigilarlos. Un ogro se nos quedó mirando a través de una ventana.
Los ogros no eran únicamente peligrosos por su ta¬maño y crueldad, sino también porque podían conocer todos tus secretos con sólo mirarte, y porque además sa¬bían usar ese conocimiento. Podían ser irresistiblemente persuasivos si así lo querían. Cuando un ogro había terminado su primera frase en kyrrian se te olvidaban hasta sus dientes puntiagudos, la sangre seca bajo sus uñas y las matas de tosco pelo negro que le cubrían la cara. Te parecía incluso guapo, y pensabas que era tu mejor ami¬go. Al final de su segunda frase, te había conquistado de tal manera que podía hacer contigo lo que quisiera: me¬terte en una cazuela para cocinarte, o comerte crudo, si tenía mucha prisa.
-pwich aooyeh zcboaK -balbuceó una voz suave.
-¿Has oído eso? -pregunté.
-No parece un ogro. ¿De dónde vendrá?
-pwich aooyeh zchoaK -repitió la voz, esta vez en tono suplicante.
Un bebé gnomo asomó su cabeza por un acueducto que había a pocos metros de la cabana. Lo vi a la vez que el ogro, que podía alcanzarlo desde donde se encontraba. Fui corriendo a por la criatura, pero Char fue aún más rápido. Lo agarró justo antes de que lo hiciera el ogro. Char retrocedió con el niño entre sus brazos, que se re¬torcía tratando de soltarse.
-Dámelo -le dije pensando que podría calmarlo.
Char me lo dio.
-szEE frah myNN -gruñó el ogro mirando a Char-. myNN SSyng szEE. myNN thOosh forns.
Luego cambió su expresión y se dirigió a mí entre risas-: mmeu ngah suSS hijyNN eMMong. myNN whadz szEE uw. SZEE AAh ohrth hahj ethSSifszEE.
Varias lágrimas de regocijo bajaron por sus mejillas, dejando finas vetas sobre su sucia cara.
Entonces dijo en kyrrian, sin molestarse ni en usar un tono persuasivo:
-Acércate y dame al niño.
Yo me quedé quieta. Tenía que romper el hechizo, mi vida y la del pequeño dependían de ello. Mis rodillas empezaron a temblar ante el impulso de caminar. Al in¬tentar contenerme, los músculos de mis pantorrillas se tensaron y me dio un calambre. Me aferré al pequeño gnomo en un esfuerzo por resistirme, mientras el bebé gritaba y se revolvía entre mis brazos.
El ogro siguió riendo, y a continuación volvió a hablar:
-Obedéceme inmediatamente. Ven ahora mismo.
Avancé hacia él, en contra de mi voluntad. Luego me detuve y el temblor empezó de nuevo: otro paso, y otro. Sólo veía su mirada maliciosa y amenazante, cada vez más y más cerca.

viernes, 22 de octubre de 2010

El mundo encantado de Ela de Gail Carson Levine: Capítulo 5

La noche siguiente cené con papá. Tuve problemas para sentarme porque Bertha me había hecho un elegante vestido con unas enaguas muy voluminosas.
En nuestros platos había espárragos cubiertos con mostaza de estragón. Papá bebía de una copa de cristal tallado. Cuando por fin conseguí colocarme en mi silla, papá hizo una señal a Nathan para que le sirviera más vino.
-Mira, Estela, cómo recoge la luz –dijo levantando la copa-. Hace que el vino brille como rubí.
-Es bonito –respondí.
-¿Eso es todo? ¿Solo bonito?
-Muy bonito, supongo –dije, resistiéndome a que me gustara algo que papá también iba a vender.
-Te gustaría más si bebieras de esta copa. ¿Has probado alguna vez el vino?
-Mandy nunca me lo ha permitido.
Entonces intenté alcanzar la copa, pero las mangas de mi vestido se mancharon con la salsa de los espárragos. La copa todavía no estaba a mi alcance; me puse de pie, pisé la larga falda y perdí el equilibrio. Para no caerme levanté el brazo, lo que hizo que me desplomara sobre la mesa y chocase contra el hombro de papá. Total, que la copa se cayó y se rompió limpiamente por la base, en dos trozos. Una mancha roja se extendió por el mantel, y unas gotas de vino mancharon la camisa de papá.
Me preparé para recibir una reprimenda, pero en lu¬gar de reñirme, mientras se limpiaba la camisa con una servilleta, papá dijo:
-Ha sido una tontería por mi parte. Cuando te he visto entrar ya me he dado cuenta de que no podrías arreglártelas tú sola.
Mientras, Nathan y otra criada retiraron el mantel y la copa rota.
-Lo siento -dije.
-Eso no recompondrá la copa, ¿no crees? -Parecía que su furia se iba a desatar, pero de pronto se sosegó-. Se aceptan tus disculpas. Cambiémonos de ropa y reto¬memos nuestra cena.
Estuve de vuelta un cuarto de hora más tarde, con un vestido corriente.
-Es culpa mía -dijo papá mientras comía un espá¬rrago-. He dejado que crezcas como un zoquete.
-¡No soy un zoquete!
Mandy no tenía pelos en la lengua, pero nunca me había llamado así. «Patosa», «desmañada» o «desgarba¬da», pero nunca «zoquete». «Alocada», «pies torpes», pero nunca «zoquete».
-Aunque todavía eres joven y puedes aprender. Me gustaría que algún día te relacionases con gente civilizada.
-No me gusta la gente civilizada.
-Quizá necesite que resultes agradable a alguna persona civilizada. Ya lo he decidido; irás a la escuela de señoritas.
No podía ir allí. No, no iría.
-Pero dijiste que podía tener una institutriz. ¿No te resultaría más económico eso que mandarme a la es¬cuela?
Una camarera retiró los espárragos y sirvió un plato de vieiras con tomate.
-Qué delicadeza por tu parte al preocuparte por eso. Pero una institutriz sería mucho más cara. Y además no tengo tiempo para entrevistar institutrices. Dentro de dos días irás a la misma escuela de educación social para señoritas a la que van las hijas de Madame Olga.
-No iré.
Él continuó como si no hubiese oído nada:
-Escribiré una carta a la directora y te dejaré en sus manos, junto a una bolsa llena de suficientes monedas de oro para que no pueda protestar al recibir una nueva alumna ahora que ya ha empezado el curso.
-No iré.
-Tú harás lo que yo te diga, Estela.
-No iré.
-Ela... -Probó una vieira y siguió hablando mien¬tras masticaba-. Tú padre no es un hombre bueno, co¬mo ya te habrán dicho los criados si no me equivoco.
Yo no lo negué.
-Deben de haberte dicho que soy egoísta, y llevan razón. Deben de haberte dicho que soy impaciente, y también es verdad. Deben de haberte dicho que siempre voy a la mía, y es cierto que lo hago.
-Yo también -dije, sabiendo que no era verdad.
El me sonrió con admiración.
-Mi hija es la chica más valiente de Kyrria -dijo. Luego su sonrisa se desvaneció, y sus labios se con¬trajeron formando una línea fina y dura-. Pero irás a la escuela de señoritas aunque tenga que llevarte a ras¬tras. Y no será un viaje de placer si ello me quita tiem¬po para dedicarme a mis negocios. ¿Lo has entendi¬do, Ela?
Cuando papá se enfadaba me recordaba a un muñeco de feria, un puño de piel atado a un resorte que se usa en los teatros de marionetas. Cuando se suelta el muelle el puño golpea a una pobre marioneta. Con papá, lo que me ocurría era que no temía al puño sino al muelle, por¬que éste determinaba la fuerza del golpe. La cólera en sus ojos era tan tensa que no sabía qué pasaría si el mue¬lle se disparaba. Odiaba estar asustada, pero la verdad es que lo estaba.
-Iré a esa escuela -dije sin poder reprimirme-, pero la detestaré.
La sonrisa volvió a sus labios.
-Eres libre de odiarla o de amarla. Lo único que me importa es que vayas a esa escuela.
Aquello no era una orden, aunque lo parecía. No era muy distinta de otras que me veía obligada a obedecer. Abandoné el comedor y papá no me detuvo.
Aún era pronto para ir a dormir, pero a pesar de ello fui a mi habitación y me puse el camisón. Llevé mis mu¬ñecas, Flora y Rosamunda, hasta mi cama y me metí dentro. Hacía mucho tiempo que no dormía con ellas, pero aquella noche necesitaba su calor familiar. Las co¬loqué sobre mi estómago y esperé a que llegara el sueño. Pero no podía dormirme. Empecé a llorar y abracé a Flora.
-Cariño -oí decir mientras se abría la puerta y en¬traba Mandy con su tónico y con una caja que dejó so¬bre la mesilla. Luego me abrazó y me pasó la mano por la frente.
-No quiero ir -dije apoyando mi cara en su hombro.
-Lo sé, pequeña -contestó. Me abrazó durante lar¬go rato, y casi me quedé dormida. Luego se apartó de mí y dijo-: Es la hora de tu tónico.
-Hoy me lo salto.
-Ni hablar, hoy es cuando más te conviene. No quiero que te pongas mala cuando más necesitas estar fuerte -dijo mientras sacaba una cuchara de su delan¬tal-. Tomarás tres cucharadas.
Me preparé para tomarlo. El tónico era delicioso, sabía a nueces, pero al tragarlo tenía una consistencia viscosa que resultaba desagradable. Cada cucharada ba¬jaba lentamente por mi garganta, y después intentaba tragar saliva para quitarme aquella desagradable sensa¬ción. Luego me sentía mejor. Bueno, sólo un poco me¬jor. Lista para volver a hablar. Me acomodé en la falda de Mandy.
-¿Por qué se casó mamá con él? -pregunté. Hacía mucho que quería hacer aquella pregunta, me había preo¬cupado desde que empecé a tener uso de razón.
-Hasta que se casaron, sir Peter era muy cariñoso con lady Estela. Yo no me fiaba de él, pero tu madre no quiso escucharme. Y su familia no aprobaba la bo¬da porque él era pobre. Pero eso hacía que tu madre le amara más todavía. Era así de bondadosa. -La ma¬no de Mandy dejó de acariciarme la frente y conti¬nuó-: Ela, cielo, intenta que tu padre no sepa nada del hechizo.
-¿Por qué? ¿Qué pasaría si lo supiera?
-Él está acostumbrado a hacer prevalecer su opi¬nión. Siempre ha sido así.
-Mamá me ordenó que no se lo contara nunca. De todas formas, tampoco lo hubiera hecho.
-Entonces, perfecto -dijo Mandy volviendo a aca¬riciar mi frente.
Cerré los ojos, pero no podía dejar de pensar.
-¿Cómo crees que me irá en la escuela?
-Creo que allí conocerás a chicas encantadoras. Pe¬ro ahora siéntate. ¿No quieres ver tus regalos?
Me había olvidado completamente de la caja.
-¿Regalos?
-Uno por uno -dijo Mandy ofreciéndome la ca¬ja-. Esto es sólo para ti, llévalo siempre, adondequiera que vayas.
En el interior había un libro de cuentos de hadas. Nunca había visto ilustraciones tan bellas, parecía que estuvieran vivas. Lo hojeé maravillada.
-Cuando lo mires te acordarás de mí y te sentirás mejor.
-No lo leeré hasta que me haya ido, así todas las historias me parecerán nuevas.
Mandy rió.
-No creas que lo vas a terminar tan rápido. Crecerá contigo -dijo mientras sacaba de su delantal otro pa¬quete-. Esto era de tu madre. Ella hubiera querido que lo tuvieras tú.
¡Era el collar de mamá! Lo formaban unas cadenas de plata que me llegaban casi a la cintura, con un diseño trenzado, hecho de plata tachonada con pequeñas perlas.
-Crecerás llevándolo, cariño, y estarás tan hermosa luciéndolo como lo estaba tu madre.
-Lo llevaré siempre puesto.
-Pero debes tener cuidado y esconderlo bajo el ves¬tido cuando estés fuera. Es muy valioso. Lo hicieron los gnomos. -Entonces sonó la campanilla en el piso de abajo-. Tu padre llama.
Abracé a Mandy con todas mis fuerzas, pero ella se zafó de mis brazos.
-Deja que me vaya, cariño -dijo dándome un fuer¬te beso en la mejilla.
Me acomodé entre las sábanas, y el sueño me venció enseguida.

jueves, 21 de octubre de 2010

Brillar...

La Luna es realmente hermosa, pero no es capaz de relucir por si misma, necesita el bello fulgor del Sol para destacar entre las estrellas y darnos cuenta de que es diferente, de que no es otra estrella más, de que es un satélite amante del Sol.

Siempre hemos escuchado el dulce amorío imposible entre ellos, que solo sucumbe a la tentación con la magia del eclipse, pero, por esa regla, ¿no es la Tierra otra amante pasional del Sol? ¿Venus? ¿Y Marte?

Todos lucen sus maravillas , de la forma más dulce hasta la más enigmática, con su ayuda radiante. Refulgen, brillan, pero no son solitarios, siempre necesitan una mano amiga. El Sol, que tiene ese poder, ¿qué quiere? ¿Por qué los ayuda? ¿Se ríe de ellos? ¿Se siente solo?

¿Por qué?

viernes, 1 de octubre de 2010

La calma, tan dulce, me envolvía con suavidad, como una suave tela de seda, llena de su aromático aroma. Sentir la brisa, refrescante y amorosa, juguetear con mi pelo de forma risueña y las olas mojar mis pies de forma juguetona, me transportaba a un lugar pacífico, en el que ni mis locas ideas podían amargarme. La tela azul de mi marinera, en un juego con la brisa, cosquilleaba mi vientre, provocándome una sonrisa mientras la arena se colaba traviesa entre mis pies, recorriéndolos como niños pequeños el parque. Los colores azules, violáceos y dorados se mezclaban con delicadeza en el cielo, con el sol ocultando las últimas estrellas y sin ninguna nube en el precioso cielo. Aún así, la Luna brillaba, blanca, pura, etérea en el cielo. Tan pálida, rodeada por el violeta del cielo, que parecía una ilusión. Al frente, por donde reinaban las olas, se veía al majestuoso sol aparecer en escena, iluminándolo todo con su esplendor, mezclándose con los otros colores del cielo. Di vueltas y me sorprendí al ver, que mientras el sol iluminaba en una parte, la otra aún estaba teñida de azul oscuro, débilmente iluminada por la Luna, que a su vez era iluminada por el Sol.Observe como el dorado del Sol lo teñía todo de una forma increíblemente irreal. El suave movimiento de las palmeras, las olas correteando en la arena y el aire cálido saludaban la llegada de un nuevo día. Definitivamente, mi momento del día favorito era el amanecer.

El mundo encantado de Ela de Gail Carson Levine: Capítulo 4

Mi boca se abrió automáticamente. Me acerqué la cu¬chara y un sorbo de sopa caliente descendió por mi gar¬ganta. Mandy había escogido las zanahorias que estaban en su punto, las más dulces, las más jugosas. Otros aro¬mas acompañaban al de las zanahorias: el del limón, el del caldo de tortuga y el de una especia que no podía identificar. Era la mejor sopa del mundo, aquella sopa mágica que sólo Mandy podía preparar.
La alfombra, la sopa... Eran mágicas... Entonces, ¡Mandy era un hada! Pero si lo era, ¿por qué dejó que mamá muriera?
-Tú no eres un hada.
-¿Por qué no?
-Si lo fueras habrías salvado a mamá.
-¡Oh, cariño!, lo habría hecho si hubiera podido. Si tu madre no hubiese quitado la crin de su sopa ahora es¬taría viva.
-Si lo sabías, ¿por qué no se lo dijiste?
-Lo supe cuando ya era demasiado tarde y tu madre estaba muy enferma. Ya no podía hacer nada para sal¬varla.
Me desplomé sobre la silla que había junto a la estu¬fa, sollozando tan amargamente que luego me costó re¬cuperar el aliento. Entonces Mandy me abrazó, y lloré sobre los volantes que rodeaban el cuello de su delan¬tal, allí donde había llorado tantas otras veces por cual¬quier nimiedad. Una lágrima cayó sobre mi dedo. Era de Mandy, que también lloraba. Su cara estaba congestio¬nada.
-Yo también era su hada madrina, y también la de tu abuela -dijo Mandy mientras se sonaba la nariz.
Aparté los brazos de Mandy para verla mejor. No podía ser un hada. Las hadas son esbeltas, jóvenes y be¬llas. Mandy era lo suficientemente alta para ser un hada, pero ¿quién ha visto nunca una con el pelo gris rizado y con papada?
-Demuéstramelo -le ordené.
-¿Que te demuestre qué?
-Pues que eres un hada. Desaparece, o haz algún truco.
-No tengo por qué demostrarte nada. Además, a excepción de Lucinda, las hadas no desaparecen en pre¬sencia de los mortales.
-Pero ¿podéis hacerlo?
-Pues claro que podemos, lo que pasa es que no lo hacemos. Lucinda es la única lo suficientemente tonta y grosera como para hacerlo.
-¿Y por qué es tonta?
-Porque se cree más importante si demuestra sus poderes mágicos -contestó Mandy mientras empezaba a lavar los platos-. Venga, ayúdame.
-¿Lo saben Nathan y Bertha? -pregunté mientras llevaba los platos a la pila.
-¿Saber qué?
-Que eres un hada.
-¡Otra vez con lo mismo! Nadie excepto tú lo sabe. Y será mejor que guardes el secreto -dijo Mandy con cara de pocos amigos.
-¿Porqué?
Mandy no me contestó. Se limitó a fruncir el ceño.
-Lo prometo. Pero ¿por qué?
-Te lo diré; a la gente le gusta pensar que existen las hadas, pero cuando encuentran una de verdad siempre surgen problemas -comentó mientras aclaraba una fuen¬te y me la pasaba. Luego dijo-: Tú secas.
-¿Por qué?
-Porque la vajilla está mojada, por eso -respon¬dió, y al ver mi cara de sorpresa dijo-: Hay dos razones básicas. Como la gente sabe que podemos hacer magia quiere que resolvamos los problemas por ellos. Y si no lo hacemos se ponen como locos. La otra razón es que somos inmortales, y eso no pueden soportarlo. Después de que muriera su padre, lady Estela no me habló duran¬te una semana.
-¿Y por qué a Lucinda no le importa que la gente sepa que es un hada?
-A la muy tonta le gusta presumir. Quiere que to¬dos le den las gracias cuando otorga uno de sus horribles dones.
-¿Son siempre horribles?
-Sí, siempre lo son. Claro que hay gente que está encantada de recibir un regalo de un hada, aunque les haga desgraciados para toda la vida.
-¿Y cómo sabía mamá que tú eras un hada? ¿Por qué me lo has contado a mí?
-Todos los de tu linaje son amigos de las hadas. Tú tienes sangre de hada en tus venas.
-¡Sangre de hada! ¿Puedo entonces hacer magia? ¿Soy inmortal? ¿Mamá lo habría sido si no se hubie¬ra puesto enferma? ¿Tienen muchos amigos las hadas?
-En realidad muy pocos. Aquí, en Kyrria, tú eres la única. Y acerca de tus otras preguntas, debo responderte que no tienes poderes mágicos ni eres inmortal. Sólo tie¬nes una gota de sangre de hada. Pero hay una cosa que delata que hay algo mágico en ti: tus pies. Son más pe¬queños de lo normal, y no han crecido desde hace mu¬cho tiempo. Eso es un rasgo característico de los seres mágicos.
-Ninguna parte de mi cuerpo ha crecido desde ha¬ce tiempo, si te refieres a eso.
-No es cierto. Tú crecerás, pero tus pies no. Ten¬drás pies de hada, como tu madre. -Mandy dijo aquello mientras levantaba su falda y las cinco enaguas que lle¬vaba debajo para mostrarme sus pies, no mucho más grandes que los míos-. Somos demasiado altas para te¬ner unos pies tan pequeños. Es lo único que no podemos cambiar con nuestra magia. Los hombres que tienen poderes mágicos rellenan sus zapatos para que nadie se dé cuenta de que tienen los pies pequeños, y nosotras, las hadas, los ocultamos bajo nuestras faldas.
Asomé uno de mis pies fuera del vestido. Tener los pies pequeños era elegante, pero ¿me harían ser más tor¬pe cuando creciera? ¿No sería más difícil guardar el equi¬librio?
-Si quisieras, ¿podrías hacer que me crecieran los pies? O... -Me detuve pensando en alguna otra posibi¬lidad, mientras miraba la lluvia que caía-. ¿Podrías de¬tener la lluvia?
Mandy asintió con la cabeza.
-Hazlo, por favor.
-¿Y por qué tendría que hacerlo?
-Por mí. Quiero ver magia, magia mayor.
-Nosotras no hacemos magia mayor. Sólo la hace Lucinda. Es demasiado peligroso.
-¿Qué hay de peligroso en detener una tormenta?
-Quizás algo, quizá nada. Usa tu imaginación.
-Aclarar el cielo tiene que ser algo bueno. La gente podría salir...
-Usa tu imaginación -repitió Mandy.
-Los pastos necesitan agua, las cosechas también...
-¿Qué más? -continuó Mandy.
-Quizás algún ladrón esté a punto de robar, y no lo hace debido al mal tiempo.
-¡Eso es! O quizá si detengo la lluvia podría ini¬ciarse una sequía y luego tendría que remediarlo, por¬que habría sido por mi culpa. Y quizá la lluvia que vi¬niera después podría romper una rama y caer sobre el tejado de una casa, y entonces también tendría que arre¬glar ese desastre...
-Pero tú no tendrías la culpa de todo eso. Los due¬ños de la casa tendrían que haber construido un tejado más resistente.
-Quizá sí, quizá no. O a lo mejor mi magia podría provocar una inundación y causar víctimas. Éste es el problema de la magia mayor. Por eso yo sólo practico magia menor: buenos guisos, mi sopa curativa, mi tó¬nico...
-Cuando Lucinda me hechizó, ¿practicó la magia mayor?
-Pues claro que sí. ¡La muy tonta! -exclamó Man¬dy, mientras fregaba con tanta fuerza una olla que cho¬có con gran estruendo contra la pila de cobre y se partió.
-Dime cómo romper el hechizo. Por favor, Mandy.
-No sé cómo hacerlo, sólo sé que puede romperse.
-Si le digo a Lucinda lo terrible que es para mí, ¿tú crees que lo deshará?
-No sé. Tal vez sí. Pero si te levanta ese hechizo pue¬de hacerte otro todavía peor. El problema de Lucinda es que todas las ideas que entran en su cabeza salen conver¬tidas en hechizos.
-¿Qué aspecto tiene?
-Es distinta al resto de nosotras. Pero será mejor que nunca llegues a conocerla.
-¿Dónde vive? -pregunté, por si podía encontrarla y persuadirla de que rompiera mi hechizo. Quizá Mandy estaba equivocada acerca de Lucinda.
-No tenemos buenas relaciones. No me interesa por dónde anda esa tonta de Lucinda. ¡Cuidado con ese tazón!
La orden llegó demasiado tarde. Fui a buscar la es¬coba mientras preguntaba:
-¿Son todos los amigos de las hadas tan torpes co¬mo yo?
-No, cariño. La sangre de hada no hace que uno sea torpe, eso es propio de los humanos. ¿Me has visto algu¬na vez romper un plato?
Empecé a barrer, pero no fue necesario. Los trozos del tazón se reunieron y fueron directos a la basura, co¬mo por arte de magia. No podía creerlo.
-Ése es el tipo de cosas que hago, cariño. Magia me¬nor, que no puede causar ningún daño y sin embargo es útil. No quedan trozos cortantes en el suelo.
Miré fijamente la basura; los fragmentos de loza se¬guían allí.
-¿Por qué no reconstruiste el tazón, Mandy? -pre¬gunté.
-El poder de la magia es muy fuerte, aunque no lo parezca. Podría herir a alguien, nunca se sabe.
-¿Quieres decir -continué- que las hadas no po¬déis ver el futuro? Si pudierais lo haríais, ¿verdad?
-No podemos prever el futuro. En eso somos co¬mo tú. Sólo los gnomos pueden hacerlo, bueno, sólo algunos.
Sonó una campanilla en la casa; papá estaba llamando a los sirvientes. Mamá nunca la había usado.
-¿Tú también eras el hada madrina de mi bisabuela?
Se me ocurrían infinidad de preguntas: «¿Durante cuánto tiempo había sido Mandy nuestra hada madrina? ¿Qué edad tenía...?» Entonces entró Bertha, anunciando que sir Peter quería verme en el estudio.
-¿Qué quiere? -pregunté.
-No lo ha dicho -contestó Bertha nerviosa, mien¬tras jugueteaba con una de sus trenzas.
Bertha se asustaba por cualquier cosa. ¿Qué había de malo en ello? Mi padre quería hablar conmigo, eso era todo.
Terminé de secar un plato, luego otro, y otro.
-Por favor, no se entretenga, señorita -dijo Bertha.
Iba a secar otro plato cuando Mandy me aconsejó que fuera enseguida, y que me quitara el delantal. También pa¬recía asustada. Hice lo que me sugirió y fui a ver a papá.
Me detuve en el umbral del estudio. Papá estaba sen¬tado en el sillón que solía ocupar mamá. Examinaba algo que reposaba en sus rodillas.
-¡Ah, ya estás aquí! -dijo levantando la vista-. Acércate, Estela.
Le miré, desafiando su orden. Entonces di un paso hacia delante. Era el mismo juego al que jugaba con Mandy: obediencia y desafío.
-He dicho que te acerques, Estela.
-Ya estoy cerca.
-No lo suficiente. No tengas miedo, no voy a mor¬derte. Sólo quiero que nos conozcamos un poco más. -Se acercó a mí y me condujo hasta una silla que había frente a la suya-. ¿Has visto alguna vez algo tan ma¬ravilloso como esto? -comentó mientras me mostraba el objeto que reposaba en sus rodillas. A continua¬ción me lo tendió-. También puedes sostenerlo tú, aunque es bastante más pesado de lo que parece a sim¬ple vista.
En ese momento pensé en dejar caer aquel objeto, ya que tanto le gustaba. Pero una vez que lo hube mirado ya no pude hacerlo.
Se trataba de un castillo de porcelana no más grande que mis dos puños juntos, con seis torres diminutas, ter¬minadas en un candelabro en miniatura. Y... ¡Oh! Entre las ventanas de las torres pendía un hilo de gasa del que colgaba... ¡La colada! Había allí unos calcetines, una tú¬nica, un delantal de bebé, todo tan fino como el hilo de una tela de araña. Pintada en una ventana del piso de abajo, aparecía una doncella que saludaba con un pañue¬lo de seda.
Papá me lo quitó de las manos.
-Cierra los ojos.
Oí cómo cerraba las pesadas cortinas y le espié con los ojos entrecerrados. No me fiaba de él. Puso el casti¬llo sobre la repisa de la chimenea, colocó unas velas en ella y las encendió.
-Ahora abre los ojos.
Corrí para verlo más de cerca. El castillo era una ma¬ravilla que resplandecía. Las llamas hacían relucir los tintes perlados de las paredes blancas, y las ventanas brillaban con una luz dorada que sugería fuegos vivos en el interior.
-¡Oh! -exclamé.
Papá abrió las cortinas y sopló las velas.
-Es fantástico, ¿no crees?
Asentí con la cabeza.
-¿Dónde lo has conseguido?
-Es de los elfos, uno de ellos lo hizo. Son unos al¬fareros fantásticos. Es obra de uno de los alumnos de Agulen. Siempre he querido tener un Agulen auténtico, pero éste no está mal.
-¿Dónde vas a ponerlo?
-¿Dónde quieres que lo ponga, Ela?
-En una ventana.
-¿En la de tu habitación?
-En cualquiera, pero junto a una ventana, para que su titilar se vea desde dentro y desde fuera de la casa.
Papá me miró fijamente durante unos segundos.
-Le diré a su futuro comprador que haga lo que dices.
-¡Lo vas a vender!
-Soy un comerciante, Ela. Me dedico a vender co¬sas. -Después reflexionó para sí mismo-: Quizá pue¬da venderlo como un Agulen auténtico. ¿Quién notaría la diferencia? -Luego volvió a dirigirse a mí-: Ahora ya sabes quién soy: sir Peter, el mercader. Pero dime, ¿quién eres tú?
-Una hija que antes tenía una madre.
Hizo caso omiso de mi respuesta.
-Pero ¿quién es Ela?
-Una muchacha a quien no le gusta que la interro¬guen.
Pareció satisfecho con mi respuesta.
-Eres valiente al atreverte a hablarme así -comen¬tó, mirándome de arriba abajo-. Tienes mi barbilla -dijo acariciándomela-. Fuerte, decidida. Y mi nariz. Y mis ojos, aunque los tuyos sean verdes. Muchos de tus rasgos los has heredado de mí. Me gustaría saber cómo serás cuando crezcas.
¿Por qué creería papá que era agradable hablarme así, como si fuera un retrato y no una chica?
-¿Qué debo hacer contigo? -se preguntó a sí mismo.
-¿Por qué tienes que hacer algo conmigo?
-No puedo dejar que crezcas como un pinche de cocina. Debes recibir una educación -dijo, y entonces cambió de tema-. ¿Qué te parecen las hijas de Madame Olga?
-No son demasiado agradables -respondí.
Papá rió con ganas, echando la cabeza hacia atrás y agitando los hombros.
¿Qué era lo que le hacía tanta gracia? No me gusta¬ba que se rieran de mí. Intenté decir algo agradable acer¬ca de las odiosas Hattie y Olive:
-Tienen buenas intenciones, creo.
Papá se enjugó las lágrimas de los ojos.
-No tienen buenas intenciones. La mayor es una desagradable liante, como su madre, y la más joven es una simplona. No hay cabida en sus cabezas para las buenas intenciones. -El tono de su voz se tornó serio-: Pero Madame Olga tiene títulos, y es rica.
-¿Qué tiene eso que ver?
-Quizá debería mandarte a la escuela de señoritas, junto a las hijas de Madame Olga. Deberías aprender a caminar con elegancia, y no como un pequeño elefante.
¡Una escuela para señoritas! Tendría que dejar a Mandy. Y constantemente me dirían qué debía hacer, y yo tendría que hacerlo, fuese lo que fuese. Intentarían li¬brarme de mi torpeza, pero no lo conseguirían. Enton¬ces me castigarían, y yo me vengaría, y a continuación me volverían a castigar.
-¿Por qué no puedo quedarme aquí?
-Quizá podría buscar una institutriz. Si es que en¬cuentro alguna...
-Preferiría tener una institutriz, papá. Estudiaría mucho si la tuviera.
-¿Y si no, no lo harías? -preguntó levantando las cejas, aunque hubiera jurado que le hacía gracia lo que yo decía. Se puso de pie y se acercó al escritorio donde mamá solía llevar las cuentas de la casa-. Ahora vete, tengo trabajo.
Cuando me despedía dije:
-Quizá los pequeños elefantes no pueden ser admi¬tidos en las escuelas de señoritas. Quizá los pequeños elefantes no pueden ser adiestrados. Quizá...
Me callé: papá estaba riendo de nuevo.