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lunes, 24 de enero de 2011

Vuela

Todo está en calma, aunque quizás esta sea la calma antes de la tempestad y no me he dado cuenta. Tengo la sensación de flotar en un mar de nubes y sentir, bajo ese mar blanco y espumoso, los relajantes rayos del sol a través, cálidos y abrumadores.

Mis manos se hunden en este lugar en medio del cielo y la tierra, y mis problemas se pierden en cada bocanada de aire. Está llegando la hora de despertar, aunque no quiera admitirlo.

Las nubes me traen de vuelta en forma de rocío y luego, la brisa, madrugadora y fría compañera, me cuela entre las rendijas de mi ventana para volver junto a mi cuerpo, acurrucado entre las sábanas, encariñándose a los últimos minutos de sueño.

Lanzo un beso a mis amigos de los cielos, a los que volveré a ver en el próximo anochecer, y vuelvo a mi cuerpo con un etéreo beso en mis propios labios, que se entreabren y aspiran mi alma de nuevo al interior de mi corazón.

Despierto, y mi física mente no recuerda nada más que borrosas imágenes y el atronador sonido del despertador. Este es un secreto de mi alma encantada, guárdalo bien.

viernes, 14 de enero de 2011

Este microrrelto está basado en el instrumetal de ``fireflies´´,una canción de Owl City.

¿Has sentido alguna vez como todas las cadenas se transforman en algo más suave que la seda y comienzan liberarte con ternura, como el roce de las plumas?

En ese momento, todo se vuelve diferente. Cuando caminas por la acera sientes que todo cambia de colores como un camaleón, ves colores que nunca creíste ni que existieran, la acera se vuelve blanda bajo tus pies y los ruidos no molestan, sino que muestran un nuevo ritmo y melodía. Las nubes adquieren formas y el Sol intenta adivinarlas. La gente danza y vuela, olvidándose de los problemas y sonriendo sin temor. Los árboles bailan con el viento y los más ancianos cuentan cuentos a las flores con el susurro del viento juqueteando entre sus ramas. El agua rodea y acompaña a los peces y las aves en un tranquilo paseo de tarde. Las rosas cantan con su aroma y la fuente les aplaude con vítores acuáticos. Los perros juegan con las hadas que solo sus inocentes ojos pueden ver, causando sonrisas risueñas. Las mariposas coquetean con las miradas y sus dibujos, convirtiéndose en las actrices de la naturaleza.

Comienza todo a volver a la normalidad cuando me doy cuenta de que la canción se acaba. Tengo que dejar de escuchar música al salir de casa.

sábado, 8 de enero de 2011

El mundo encantado de Ela de Gail Carson Levine: Capítulo 11

Exceptuando a Areida, no tenía ninguna otra amiga en la escuela de señoritas. Sólo el grupo de Hattie fin¬gía mostrarse amable, pero enseguida se dirigían a mí con el mismo tono de superioridad que ella. Y es que Hattie solía tratarme muy mal cuando había gente de¬lante. El suyo era un grupo odioso, formado por ella y por dos chicas a las que llamaba sus íntimas: Blossom y Delicia. La primera era la sobrina y única heredera de un conde soltero. Sólo sabía hablar de la constante preo¬cupación que sentía de que un día el conde se casara y tuviera un hijo que la reemplazara como heredera. Delicia, que era hija de un duque, casi nunca hablaba, y cuando lo hacía era para quejarse: que en la habitación había mucha corriente de aire, que la comida era ma¬la, que la criada no la trataba como merecía su posi¬ción social, que una de las chicas llevaba los labios pin¬tados...
Las profesoras también me desagradaban. Al principio, cuando cumplía sus órdenes y me salían bien las cosas me mimaban, lo cual no me gustaba nada. Des¬pués, cuando lo hacía todo a la perfección, dejé de ser la favorita. Hablaba lo mínimo, y las miraba a los ojos só¬lo cuando no tenía más remedio. De modo que volví a mi antiguo juego.
-Canta más bajo, Ela. Podrían oírte desde Ayorta.
Entonces bajaba tanto la voz que resultaba casi inau¬dible.
-No tan bajo. Queremos oír tu dulce voz.
Entonces volvía a cantar alto, aunque no tanto como al principio. La profesora de música tuvo que perder un cuarto de hora hasta conseguir que cantara al volumen adecuado.
-Levanten los pies, señoritas. Éste es un baile alegre.
Yo entonces subía las piernas hasta la cintura.
Y así siempre. Era un juego agotador, pero o jugaba a él o me sentía como una marioneta.



Hattie no le había contado a nadie lo de mi obedien¬cia. Cuando tenía una orden para mí me citaba en el jar¬dín después de la cena, para que nadie nos pudiera oír. La primera vez me ordenó que le preparara un ramo de flores. Por suerte, no sabía que yo era la ahijada de un hada, así que escogí las flores más fragantes y después busqué por el jardín alguna hierba que me resultara útil. La flor de Effel era una de mis favoritas. Si daba con ella a Hattie le saldría un sarpullido que le duraría una sema¬na. No encontré ninguna porque casi todo eran hierbajos, pero cuando ya me iba vi una ramita de hierba de pantano. La coloqué junto a una rosa, con mucho cuida¬do, para no aspirar su aroma.
A Hattie le encantaron las flores, y al verlas hundió la cabeza en el ramo.
-Son sublimes, pero...

A medida que el perfume de la hierba de pantano ha¬cía su efecto, la sonrisa de Hattie se fue desvaneciendo y su expresión se volvió como ausente.
-¿Dejarás de darme órdenes? -le pregunté.
Ella respondió con un susurro:
-Sólo si dejas de obedecerlas.
Había perdido una oportunidad con aquella pregun¬ta, y no tenía ni idea de cuánto tiempo duraría el efecto de la hierba de pantano. Pero mientras durase podría preguntarle cualquier cosa a Hattie, y ella siempre diría la verdad.
-¿Qué más puede hacer que dejes de incordiarme? -pregunté rápidamente.
-Nada -respondió pensativa-. La muerte.
-¿Qué órdenes tienes preparadas?
-Las pienso sobre la marcha.
-¿Por qué me odias?
-Porque no me admiras.
-¿Tú me admiras a mí?
-Sí.
-¿Por qué?
-Porque eres guapa y valiente.
¡Me envidiaba! Yo no salía de mi asombro.
-¿Qué te da miedo?
-Los ogros, los bandidos, ahogarme, ponerme en¬ferma, escalar montañas, los ratones, los perros, los ga¬tos, los pájaros, los caballos, las arañas, los gusanos, los túneles...
La corté, parecía que tenía miedo de casi todo.
-¿Cuál es tu mayor deseo?
-Ser reina.
«Serías la reina de los conejos -pensé-. Y yo la úni¬ca que te obedecería.»
Su rostro fue cambiando poco a poco hasta volver a tener aquella expresión maliciosa que la caracterizaba. Intenté que respondiera una nueva pregunta.
-¿Qué secretos escondes?
No contestó, sino que se limitó a agarrar un mechón de mi pelo. Sus ojos se abrieron de golpe.
-¿Qué estoy haciendo aquí? -dijo mirando las flo¬res, pero sin volver a olerías-. ¡ Ah, sí! Ya me acuerdo. ¡Que doncella tan buena la que me ha traído este her¬moso ramo! -Después frunció el ceño-. Pero este per¬fume no es agradable, llévatelo.
Retiré la hierba de pantano, la tiré al suelo y la piso¬teé. Si lo hubiera pensado bien le habría preguntado de qué modo podía derrotarla.



Hattie solía ordenarme que hiciera para ella tareas rutinarias. Yo pensaba que carecía de la imaginación su¬ficiente para idear cosas que no fuesen cepillarle la ropa, limpiarle las botas, darle masajes en el cuello cuando le dolía, etc. Algunas veces me obligó a ir a escondidas has¬ta la despensa, a buscar galletas para ella. Y una vez tuve incluso que cortarle las uñas de los pies.
-¿Te frotas los pies con agua y sal? -pregunté tra¬tando de no ahogarme con aquel olor.
Yo me vengaba siempre que podía. Buscaba arañas y ratones en la bodega de Madame Edith y los ponía en la cama de Hattie. Por la noche permanecía despierta, es¬perando aquel chillido que tanto me satisfacía.
Y así fueron pasando los días. Hattie me mandaba hacer cosas y yo me vengaba como podía, aunque ella siempre tenía las de ganar.
Areida era mi único consuelo. Comíamos y cosíamos juntas, y formábamos pareja en la clase de baile. Yo le con¬taba cosas de Frell, le hablaba de Mandy y de Char. Ella me contaba cosas de sus padres, que tenían una posada. No eran muy ricos, y aquélla era una de las razones por las que las demás la menospreciaban. Cuando dejara la es¬cuela usaría sus conocimientos para ayudar a su familia.
Yo nunca había conocido a una persona tan amable y atenta. Cuando Julia, la chica alta, comía demasiada uva y le sentaba mal, Areida la cuidaba durante toda la noche, mientras que sus amigas dormían profundamen¬te. Yo la ayudaba, pero sobre todo lo hacía por Areida, pues mi carácter era más rencoroso.
Una tarde, en el jardín, empecé a hablarle a Areida acerca de mamá.
-Antes de que muriera solíamos trepar a árboles pa¬recidos a éste -le explicaba apoyando mi mano en la ra¬ma baja de un roble-. Subíamos y permanecíamos lo más quietas posible. Entonces lanzábamos ramitas y be¬llotas a los que pasaban por debajo.
-¿Qué le pasó a tu madre? -preguntó Areida-. Aunque si no quieres no hace falta que me lo cuentes.
A mí no me importó contárselo. Cuando terminé Areida cantó una canción de duelo de Ayorta.
Difícil adiós,
sin ninguna esperanza de volver.
Triste adiós,
cuando el amor se ha ido.
Largo adiós,
hasta que la muerte muera.

Pero el ser perdido sigue contigo.
Su ternura te da fuerzas,
su alegría te anima,
su honor te purifica.
Más que un recuerdo,
el ser perdido se encuentra de nuevo.

La voz de Areida era dulce como el almíbar y preciosa como el oro de los gnomos. Derramé muchas lágrimas, que fluyeron desde mis ojos como si fueran agua de lluvia.
-Tienes una voz muy bonita -le dije cuando pude volver a hablar.
-Nosotros, los de Ayorta, somos buenos cantantes, pero la profesora de música dice que mi voz es demasia¬do fuerte.
-Pues la suya es fina como un hilo. La tuya es perfecta.
Sonó la campana que nos avisaba de que debíamos ir a dormir.
-¿Tengo la nariz roja de tanto llorar? -le pregunté.
-Un poco.
-No quiero que Ha..., que nadie me vea así. Me quedaré aquí un rato más.
-La profesora de buenos modales se enfadará.
Me encogí de hombros.
-Bueno, sólo dirá que mi actitud avergonzaría al rey.
-Me quedaré contigo y te avisaré cuando tu nariz deje de estar colorada.
-Ten cuidado de no quedarte bizca -dije, e hice una mueca con los ojos.
Areida se rió.
-No lo haré.
-La profesora de modales nos preguntará qué hace¬mos aquí -comenté riendo.
-Le responderé que estaba mirando tu nariz.
-Y yo le diré que la estoy arrugando.
-Se preguntará qué diría el rey de nuestro compor¬tamiento.
-Le diremos que la reina mira al rey cada noche mientras él arruga siete veces la nariz.
Volvió a sonar la campana.
-Tu nariz ya no está colorada -dijo Areida.
Corrimos hacia la casa y encontramos a la profesora de buenos modales en la puerta, que ya se disponía a ir a buscarnos.
-¡Jovencitas! Vayan a su habitación. ¿Qué diría el rey si las viese?
En el vestíbulo, todavía riendo, nos encontramos a Hattie.
-¿Qué, pasándolo bien?
-Sí -respondí.
-Bueno, no te molestaré ahora, Ela, pero mañana nos encontraremos en el jardín.



-No debes juntarte con gente que no sea de tu po¬sición, como por ejemplo esa chica de Ayorta -dijo en nuestra cita.
-Areida tiene mucha más categoría que tú. Y ade¬más, yo elijo a mis amigos.
-¡ Ay, querida! Odio causarte pesar, pero tienes que romper tu amistad con Areida.