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viernes, 10 de diciembre de 2010

El mundo encantado de Ela de Gail Carson Levine: Capítulo 10

Una doncella me condujo hasta un pasillo lleno de puertas pintadas en diferentes tonos pastel. Una placa en cada puerta indicaba el nombre de la habitación. Pasa¬mos junto a la del «tilo», la de la «margarita» y la del «ópalo». Nos detuvimos ante la puerta donde se leía «lavanda» y la chica abrió la puerta.
Por un momento olvidé que estaba hambrienta. Me invadió una nube de luz violeta, que iba desde los tonos rosados hasta otros más próximos al azul pálido. No ha¬bía ningún otro color en la habitación. Las cortinas eran como serpentinas ondulantes, movidas por el aire que levantó la puerta al cerrarse. Bajo mis pies descansaba una alfombra de nudos que representaba una enorme violeta. Las cinco camas estaban cubiertas por colchas de seda, y los cinco escritorios estaban pintados a rayas si¬nuosas de color lila claro y oscuro.
Tenía tanta hambre, y me sentía tan desamparada, que me hubiera echado sobre la cama para llorar, pero aquéllas no eran camas muy adecuadas para ello. Había una silla de color violeta junto a una de las ventanas, así que me dejé caer en ella.
Si no moría de inanición, antes tendría que pasar allí bastante tiempo, con aquellas odiosas profesoras y con Hattie dándome órdenes todo el día. Contemplé el jar¬dín de Madame Edith hasta que el cansancio y el hambre me vencieron y me dormí en la silla.



-¡Eh, Ela! Come esto.
Un susurro me despertó de mi sueño de faisanes asa¬dos rellenos de castañas. Alguien me sacudía el hombro.
-¡Despierta, Ela, despierta!
Como era una orden abrí los ojos de inmediato, y vi que Areida me ponía un panecillo en las manos.
-Es todo lo que he podido conseguir. Anda, cóme¬telo antes de que vengan las otras.
Me comí aquel suave y blanco panecillo en dos boca¬dos y me supo a poco, pero ya era más de lo que había tomado durante aquellos días.
-Gracias, Areida. ¿Duermes aquí? -pregunté.
Ella negó con la cabeza.
-¿Dónde?
Entonces la puerta se abrió y entraron tres chicas.
-¡Mirad! Dios las cría y ellas se juntan.
La que hablaba era la alumna más alta de la escuela. Pronunciaba las consonantes imitando el acento de Areida.
-Ecete iffibensi asura edanse evtame oyjento? («¿Es así como se comporta la gente en una escuela de señori¬tas?») -pregunté a Areida.
-Otemso iffibensi asura ippiri («A veces es mucho peor»).
-¿Tú también eres de Ayorta? -me preguntó la chica alta.
-No, pero Areida me está enseñando su bello idio¬ma. En él tú serías una ibwi unju -es decir una «chica alta».
No conocía ningún insulto en ayortano. Sin embar¬go, Areida se rió muchísimo con mi ocurrencia, dando así la impresión de que ése era el peor de los apodos. Yo también me reí y Areida cayó sobre mí y entre ambas hi¬cimos temblar la silla violeta.
Madame Edith, la directora, entró a toda prisa en la habitación y dijo:
-Jovencitas, ¿qué es lo que estoy viendo?
Areida se levantó pero yo permanecí sentada. No podía dejar de reír.
-Mis sillas no están hechas para eso. Además, seño¬ritas, nunca se deben sentar dos personas en una silla. ¿Me has oído, Ela? ¡Basta ya de risas tontas!
Dejé de reír de golpe.
-Eso está mejor. Como hoy es tu primer día aquí pasaré por alto tu comportamiento, pero confío en que mañana mejore. -Madame Edith se volvió hacia las otras y gritó-: ¡Venga, poneos el camisón, jovencitas! Los brazos de Morfeo os esperan.
Areida y yo intercambiamos una mirada. Era fantás¬tico tener una amiga.
Todas cayeron en los brazos de Morfeo, como decía Madame Edith, pero yo no tenía sueño. Me habían da¬do un camisón cubierto de volantes y lazos, que era tan incómodo que no me dejaba descansar. Bajé de la cama y abrí mi maletín. Si no podía dormir, al menos podría leer, ya que Madame Edith dejaba una luz encendida por si alguien tenía miedo de la oscuridad.
Mi libro se abrió por una carta de Mandy.

Querida Ela:
Esta mañana he preparado unos bollos. Bertha, Nathan y yo nos los comeremos antes de ir a dormir. Hice dos más para ti. Los dividiremos y nos los co¬meremos a tu salud. Me prometí a mí misma que no te preocuparía diciéndote lo mucho que te echo de menos, pero fíjate en cómo empiezo esta carta.
El hombre de los loros, Simón, vino el otro día a traerte uno de sus pájaros. Uno que habla en gnómi¬co y en élfico. Dijo que no era lo bastante bueno pa¬ra la colección, pero que a ti te gustaría. También me explicó cómo alimentarlo. ¡Nunca hubiera pensado que cocinaría para un loro!
Me gustaría que se callara de vez en cuando, y me pregunto si tengo alguna receta de loro asado. Pero no te preocupes, cariño, nunca se me ocurriría asar tu regalo.
Ayer tuviste un visitante de honor, que te trajo un regalo mucho mejor que el del pájaro. Era el mismísi¬mo príncipe, que vino a verte y a obsequiarte con un potrillo de centauro. Cuando le dije que no estabas quiso saber adonde habías ido y cuándo volverías. Cuando le dije que estabas en una escuela para seño¬ritas se indignó muchísimo. Se preguntaba para qué necesitabas ir a una escuela así si no había nada en ti que necesitara mejorarse. No pude responderle, ya que yo también le preguntaría eso mismo a tu padre. Le dije que no teníamos ningún sitio para alojar al centauro. Es una pequeña belleza, pero ¿que haría yo con él? Tu príncipe me dijo que el nombre del potri¬llo era Manzana. Me dije que tenía que comportarme con cortesía, y antes de que se lo llevara le di de co¬mer una manzana al centaurito.
Hablando de irse, tu padre se fue el mismo día que tú. Dijo que se iba a ver a los verdecillos, que es el nombre despectivo que utiliza para referirse a los elfos. También dijo que tardaría en volver.
Me gustaría que estuvieses pronto de regreso. Bertha y Nathan te envían un abrazo, y yo también. ¡Salud!
Tu vieja cocinera, MANDY

P.D. No olvides tomarte tu tónico.

Cerré el libro y susurré sobre su lomo:
-No borres la carta, por favor.
Luego me tomé el tónico.
¡Un potrillo de centauro! Una pequeña belleza. Oja¬lá pudiera verlo, acariciarlo, y que él también me qui¬siera. Las lágrimas que había contenido durante toda la tarde fluyeron entonces. Mandy estaría furiosa si su¬piera que no había comido nada en tres días, y mucho más si supiera que estaba bajo las garras de un monstruo como Hattie.



A la mañana siguiente, la profesora de música nos en¬señó una canción y me hizo cantar sola para ver si desa¬finaba.
-Ela no se da cuenta de que hay más de una nota -dijo dirigiéndose a las otras-. Ven aquí, pequeña. Canta esto.
Entonces tocó una nota en el clavicémbalo.
Yo era incapaz de hacerlo, nunca había conseguido cantar una melodía. ¿Qué pasaría si no podía obedecer?
Al fin no di la nota correcta y la profesora de música frunció el ceño.
-Más agudo, o te enviaremos a una escuela de chi¬cos para que cantes con ellos -comentó mientras volvía a tocar la misma nota.
Mi siguiente intento fue demasiado agudo. Una de las chicas se tapó los oídos, y yo deseé que le dolieran de verdad. La profesora tocó otra vez.
Las sienes me palpitaban, pero canté.
-Un poco más bajo.
Entonces di la nota exacta. La profesora tocó otra. También la entoné. Tocó una escala y la repetí correcta¬mente. Sonreí llena de alegría, siempre había deseado cantar bien. A continuación volví a hacer una escala, en un tono aún más bajo. ¡Perfecto!
-Está bien, jovencita. Canta sólo cuando yo te lo diga.
Una hora más tarde la profesora de danza me dijo que diera los pasos más suaves. Mi compañera de baile era Julia, la chica alta que se había metido con Areida la noche anterior. Apreté sus brazos con fuerza, para que soportaran mi peso y así poder pisar más suave.
-Para ya -dijo apartándose de mí.
Caí al suelo y oí unas risitas sofocadas.
La profesora de danza ocupó el lugar de Julia, así que ya no podía apoyarme en ella. Intenté pensar que mis pies eran globos, y que el suelo iba a romperse si no lo pisaba con delicadeza. Nos deslizábamos, saltábamos hacia delante y hacia atrás. Yo no bailaba con mucha gra¬cia, pero por lo menos no pisoteaba el suelo. Al acabar tenía el vestido empapado en sudor.
-Eso ha estado mejor -comentó la profesora.
A la hora de la comida, la profesora de buenos moda¬les me dijo:
-No golpees con los nudillos en la mesa, el rey se avergonzaría de ti. -Aludía frecuentemente al rey Jerrold.
Desde entonces las mesas estuvieron a salvo.
-Da pequeñas puntadas, Estela, y no tires tanto del hilo. No es una rienda, ni tú eres un cochero -me alec¬cionaba la profesora de costura. Una vez me pinché con la aguja, y desde entonces mis puntadas fueron más pe¬queñas.
Todos los días pasaba lo mismo; temía las nuevas ór¬denes. El hechizo no me dejaba amoldarme fácilmente a la nueva situación. Tenía que concentrarme a cada se¬gundo. En mi mente iba repitiendo las órdenes en una retahila sin fin. Cuando me despertaba, me ordenaba a mí misma no saltar de la cama y dejar el camisón para que lo recogieran las sirvientas. A la hora del desayuno no debía soplar sobre mis cereales, no esparcirlos sobre la mesa. Durante el paseo de la tarde, ni saltar ni brincar.
Una vez, a la hora de la cena, hablé demasiado alto:
-No sorbas -me ordené.
Pensé que lo había dicho en voz baja, pero una chica que se sentaba cerca me oyó y se lo contó a las demás.
Las únicas materias que me gustaban eran las que daba la profesora de escritura: redacción y cálculo. Aquella profesora también enseñaba caligrafía, que me resultaba más difícil porque ella no solía darnos órde¬nes. Y también enseñaba ayortano, pero no otros idio¬mas. Cuando le expliqué que sabía un poco de lenguas exóticas y que quería aprender más, me dio un diccionario. Se convirtió en mi segundo libro favorito. Después del de Mandy, claro.
Cuando tenía un rato libre aprovechaba para practi¬car lenguas, especialmente el ógrico. Aunque los significados de las palabras eran horribles me atraía pronun¬ciarlas. Eran suaves, lisas, escurridizas y siseantes, como el lenguaje de las serpientes: psySSahbuSS (que signifi¬caba «delicioso»), SSyng («comer»), hijyNN («cena»), eFFuth («sabor»), o FFnOO («agrio»).
Mis progresos en todas las materias tenían asombra¬das a las profesoras. Durante mi primer mes allí hice po¬cas cosas bien, pero durante el segundo no hice ni una mal. Aprendí gradualmente, de forma natural... Pasos li¬geros, pequeñas puntadas; voz suave; espalda recta; pro¬fundas reverencias, sin crujido de rodillas; nada de bos¬tezos; ni volcarme la sopa encima, y no sorber...
Una vez en la cama, antes de dormirme, imaginaba qué pasaría si estuviera libre del hechizo de Lucinda. A la hora de cenar, posiblemente, me embadurnaría la cara con salsa y lanzaría los pasteles de carne a la profe¬sora de buenos modales, y apilaría la porcelana más delicada sobre mi cabeza, y andaría tambaleándome y co-toneándome hasta romperla toda en pedazos. Entonces los recogería y los aplastaría, junto con los pasteles de carne, sobre mi bordado inmaculado.

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