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sábado, 11 de septiembre de 2010

El mundo encantado de Ela de Gail Carson Levine: Capítulo 2

-Debemos consolar a este marido y a esta hija su¬midos en la pena -dijo el gran canciller Thomas de forma contundente, después de un largo y monótono sermón. Habló sobre mamá y repitió muchas veces su nombre, lady Estela. Sin embargo, la persona que describía (una madre excelente, una ciudadana leal, una fiel esposa) no se parecía mucho a mamá. El sermón había tratado sobre la muerte, pero el canciller dedicó la mayor parte del mismo a elogiar la lealtad hacia Kyrria y sus gobernantes: el rey Jerrold, el príncipe Charmont y el resto de la familia real.
Papá me tomó de la mano. Su palma estaba desagra¬dablemente húmeda y caliente. Me hubiera gustado en¬contrarme junto a Mandy y el resto del servicio. Me sol¬té y me aparté un poco. El se acercó y volvió a tomarme de la mano.
El ataúd de mamá era de caoba brillante, con dibujos tallados de hadas y elfos. Ojalá las hadas hubieran podi¬do abandonar el bosque y hacer un hechizo para devol¬verle la vida, y otro para mandar a papá lejos de mí. O quizá mi hada madrina hubiera podido hacerlo, pero yo no sabía quién era, ni dónde encontrarla.
Una vez que el canciller dio por terminada la cere¬monia, mi obligación era cerrar el ataúd para que pudie¬ran enterrarlo. Papá me puso las manos sobre los hom¬bros y me empujó hacia delante.
La boca de mamá formaba una mueca severa, muy distinta al aspecto que tenía cuando vivía. Su rostro no tenía ninguna expresión, y aquello me pareció terrible. Pero mucho peor fue el crujido de la tapa del ataúd al ba¬jar, y el golpe seco que se produjo cuando se cerró. Era horrible pensar que mamá permanecería allí encerrada para siempre.
Las lágrimas que había contenido durante todo el día brotaron de repente. Lloré, allí de pie, ante toda la corte, con un gemido incontenible, incapaz de calmarme.
Papá me abrazó contra su pecho. Aunque parecía que quisiera consolarme, en realidad sólo intentaba amorti¬guar mis gemidos, pero no lo consiguió. Al fin me de¬jó marchar, mientras me susurraba con voz firme:
-Vete, y no vuelvas hasta que te serenes. Por una vez me alegré de cumplir una orden. Corrí hasta que mi pesado vestido negro hizo que tropezara y me cayese. Antes de que alguien pudiera ayudarme yo misma me puse en pie, aunque me dolían la rodilla y la mano.
El árbol más grande que había en el cementerio era un sauce llorón. Me metí entre sus ramas y me arrojé al suelo sollozando. Todos decían que habían perdido a mamá, pero no era cierto. Ella no se había perdido, se había ido. Y adondequiera que hubiera ido (a otro país, a otra ciudad, al reino de las hadas o a las cavernas de los gnomos) nunca más volvería a verla. Nunca más vol¬veríamos a hablar ni a reír juntas ni a nadar en el río Lucarno, ni a bajar por la barandilla, ni a tomar el pelo a Bertha, ni a hacer las miles de cosas que solíamos hacer juntas.
Me ordené a mí misma dejar de llorar y me incor¬poré. Mi traje de seda negro se había manchado. Pensé: «¡Estás horrible!», como hubiera dicho Mandy.
«¿Cuánto tiempo ha pasado?», me pregunté al cabo de un rato. Tenía que volver. Papá me lo había ordenado y la maldición me obligaba a obedecer.
Cuando salí de mi escondite vi al príncipe Charmont frente a una lápida. Nunca antes había estado tan cerca de él.
«¿Me habrá oído llorar?», pensé.
El príncipe era mucho más alto que yo. A pesar de que él sólo tenía dos años más. Estaba de pie, en la mis¬ma postura que solía adoptar su padre: los pies separa¬dos y las manos en la espalda, como si pasara revista a todo su reino. Se parecía mucho a su padre, aunque los rasgos angulosos del rostro del rey Jerrold aparecían suavizados en el de su hijo. Ambos tenían una melena ensortijada y la piel tostada. Nunca había estado tan cerca del rey como para ver si él tenía también pecas en la nariz, algo extraño en una tez tan oscura como aquélla.
-Querida prima -dijo el príncipe-. Nunca me ha caído bien tu padre, sí en cambio tu madre. -Y empezó a caminar hacia su tumba.
¿Esperaba que le siguiera? ¿Tenía que guardar la dis¬tancia que correspondía a su alteza real? Al fin decidí ca¬minar a su lado, dejando una enorme distancia entre los dos, pero él se acercó a mí. Me di cuenta de que también había estado llorando, aunque intentaba disimularlo.
-Puedes llamarme Char -me dijo de repente-. Todo el mundo lo hace.
-¿De verdad puedo hacerlo? -pregunté mientras caminábamos, rodeados de silencio.
-Mi padre también me llama Char -añadió.
«¡También el rey!», pensé.
-Gracias -dije por fin.
-Gracias, Char -corrigió él-. Tu madre siempre me hacía reír. Una vez, en un banquete, el canciller Thomas estaba pronunciando un discurso. Mientras él hablaba tu madre jugueteaba con la servilleta. Antes de que tu padre se la quitara de las manos yo ya me había fijado en ella. Había formado con la servilleta el perfil del canciller, con la boca abierta y la barbilla prominente. Era su vivo retra¬to, excepto por el color azul de la copia. Para poder reírme a gusto tuve que irme del comedor y quedarme sin cena.
Estábamos a mitad de camino cuando se puso a llo¬ver. Vi a lo lejos la figura de mi padre, de pie ante la tum¬ba de mamá.
-¿Adonde ha ido todo el mundo? -le pregunté a Char.
-Cuando fui a buscarte ya se habían marchado to¬dos -me contestó-. ¿Hubieras preferido que te espe¬raran? -preguntó preocupado, tal vez pensando que debería haberles hecho esperar.
-No, no. No quería que se quedara nadie -comen¬té, incluyendo en mis pensamientos a mi padre.
-Sé muchas cosas de ti -dijo Char cuando ya ha¬bíamos andado un poco.
-¿De verdad? ¿Y cómo es posible?
-Tu cocinera y la mía se encuentran a menudo en el mercado y ella le habla de ti -comentó mirándome de reojo-. Y tú, ¿sabes algo de mí?
-No, Mandy nunca me ha contado nada. ¿Y qué es lo que sabes?
-Sé que puedes imitar a la gente, igual que hacía lady Estela. Una vez imitaste a tu criado delante de él, de tal modo que no sabía si era él mismo o eras tú. Y que in¬ventas cuentos de hadas, y que a veces eres un poco torpe y tropiezas o rompes cosas. Sé que una vez destrozaste una vajilla entera.
-¡Es que resbalé sobre el hielo!
-Sí, sobre trocitos de hielo que tú misma habías es¬parcido antes por el suelo -dijo riendo, con una risa que no era de burla, sino franca y natural.
-Fue un accidente -protesté. Luego sonreí, algo temblorosa tras haber llorado tanto.
Llegamos a donde estaba papá. Él, con una reveren¬cia dijo:
-Gracias, alteza, por acompañar a mi hija.
Char le devolvió la reverencia.
-Vamos, Estela -me dijo papá. Nunca antes me habían llamado así, aunque aquél era mi verdadero nombre. Estela había sido siempre mamá, y para mí siempre lo sería.
-Ela, me llamo Ela -protesté.
-Bien, pues Ela, vamos -dijo, volviéndose a incli¬nar ante el príncipe, y a continuación subió al carruaje.
No tenía más remedio que irme. Char me ayudó a subir. No sabía si darle la mano o dejar que me tomara por el codo, así que me enredé con su brazo y tuve que agarrarme al carruaje con la otra mano para no caer. Cuando cerró la puerta me pilló la falda, y oí el sonido de la tela al romperse. Papá hizo una mueca de desapro¬bación. Vi a través de la ventana que Char se reía. Miré la falda y vi que tenía un desgarro de seis centímetros por encima del dobladillo. A Bertha le iba a costar mucho arreglar aquello.
Me senté lo más lejos que pude de papá, que miraba absorto por la ventanilla.
-Un buen entierro. Ha venido todo Frell, o por lo menos toda la gente importante -comentó, como si en lugar de estar hablando del funeral de mamá hablara de un torneo o de un baile.
-No ha sido perfecto, ha sido horrible -protesté-. ¿Cómo puede ser perfecto un funeral?
-El príncipe estuvo muy amable contigo -se limi¬tó a responder él.
-Mamá le gustaba mucho.
-Tu madre era muy hermosa. -Su voz sonó triste-. Me apena mucho que haya muerto.
Nathan chascó el látigo, y el carruaje empezó a avanzar.

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