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jueves, 2 de septiembre de 2010

El mundo encantado de Ela de Gail Carson Levine: Capítulo 1

Lucinda, esa hada tonta, no quería echarme una mal¬dición, sino otorgarme un don. Yo no paré de llorar durante mi primera hora de vida, y aquellas lágrimas fueron su inspiración. Miró a mi madre, moviendo la cabeza con aire cómplice, tocó mi nariz con su varita y dijo:
-Mi regalo será la obediencia. Ela será siempre obe¬diente. -Y tras anunciar aquello se dirigió a mí orde¬nando-: Ahora deja de llorar de una vez.
Y dejé de llorar.
Papá estaba fuera como de costumbre, en viaje de ne¬gocios, pero Mandy, nuestra cocinera, lo presenció to¬do. Ella y mi madre intentaron convencer a Lucinda de que su regalo era horrible. Puedo imaginarme la escena: Mandy con sus pecas resaltando más que nunca, el cabe¬llo gris y rizado, alborotado, y la barbilla temblándole de rabia. Mamá, en cambio, inmóvil pero tensa, su cabe¬llo castaño empapado de sudor tras el parto, los ojos lle¬nos de tristeza.
Lo que no puedo imaginarme es qué aspecto tendría Lucinda, que se empeñó en no deshacer el hechizo.
La primera vez que fui consciente de mi desgracia fue cuando cumplí cinco años. Recuerdo perfectamente aquel día, quizá porque Mandy me lo ha contado muchas veces.
-Para tu cumpleaños -empieza siempre dicien¬do-, preparé un hermoso pastel de seis pisos. Bertha, nuestra ama de llaves, había cosido un vestido especial para ti. Azul oscuro como la noche, con un fajín blanco. Tú no eras muy alta para tu edad, y parecías una muñe¬ca china, con una cinta blanca en ese pelo tan negro que tienes y las mejillas coloradas por la excitación...
En el centro de la mesa había un jarrón con unas flo¬res que Nathan, nuestro criado, había recogido.
Estábamos sentados a la mesa. Papá estaba fuera, co¬mo siempre. Yo había visto ilusionada a Mandy hornear el pastel, a Bertha coser mi vestido y a Nathan recoger flores del jardín.
Mandy partió el pastel, me ofreció un trozo y dijo:
-Come.
El primer bocado me supo delicioso. Me comí todo el trozo contentísima. Cuando acabé Mandy me dio otro pedazo, aún más grande, y cuando lo terminé no me die¬ron más, pero yo sabía que tenía que seguir comiendo y acerqué el tenedor al pastel.
-Ela, ¿qué estás haciendo? -me riñó mamá.
-¡Qué tragona eres! -comentó Mandy, riendo-. Es su cumpleaños, señora, déjele tomar cuanto quiera. -Y me sirvió más pastel.
Me sentía mal, asustada. ¿Por qué no podía dejar de comer?
Me costaba mucho tragar, y cada bocado que daba se hacía más difícil de masticar que el anterior. Entonces me puse a llorar, sin dejar de comer.
Mamá se dio cuenta enseguida.
-Deja de comer, Ela -me ordenó, y yo obedecí.
Cualquiera podía controlarme con una orden. Tenía que ser algo directo, como «Ponte un chal», o «Vete a la cama». Un deseo o una sugerencia no tenían efecto: «Me gustaría que te pusieses un chal», o «¿Por qué no te vas a dormir?». Entonces era libre de hacer caso omiso. Pero ante una orden estaba totalmente indefensa.
Si alguien me hubiera dicho que saltara a la pata co¬ja durante un día entero yo lo habría hecho, aunque aquélla no era la peor orden que podían darme. Si al¬guien me hubiera mandado que me cortase la cabe¬za habría estado obligada a hacerlo. Vivía en constante peligro.
A medida que me fui haciendo mayor aprendí a con¬trolar mi obediencia, aunque me salía muy caro porque a menudo me quedaba sin aliento, sentía nauseas, vérti¬go y malestar. Nunca podía aguantar mucho tiempo. Unos pocos minutos significaban para mí un enorme es¬fuerzo.
Tenía un hada madrina, a la que mamá había pedido que me librase del maleficio. Pero ella decía que sólo quien lo había hecho podía deshacerlo. Sin embargo, también había dicho que el encantamiento podía rom¬perse, algún día, sin la ayuda de Lucinda.
Yo no sabía cómo podría suceder aquello, ni tampo¬co quién era mi hada madrina.



En lugar de hacerme dócil, la maldición de Lucinda me hizo muy rebelde. O quizás aquél era mi carácter por naturaleza.
Mamá casi nunca me obligaba a hacer nada. Papá no conocía la maldición, y además me veía tan poco que casi nunca se dirigía a mí. Pero Mandy sí que era mando¬na. Me daba órdenes casi con la misma frecuencia con la que respiraba. Órdenes cariñosas, y siempre por mi bien: «Ata esto, Ela», o «Aguanta este cuenco mientras bato los huevos, cariño».
Yo odiaba aquellas órdenes, a pesar de que eran ino¬fensivas. Sostenía el cuenco, sí, pero no dejaba de mo¬verme para que Mandy tuviera que seguirme por toda la cocina.
Ella me llamaba traviesa, y entonces trataba de darme instrucciones más precisas para que no pudiera tergiver¬sarlas tan fácilmente. A menudo era muy complicado que lográramos hacer algo juntas, y mamá se reía cuan¬do nos veía discutir.
Al final todo terminaba felizmente, porque o bien yo hacía lo que me pedía Mandy o bien ella sustituía la or¬den por una petición.
Si Mandy, distraída, me pedía algo sin caer en que es¬taba dándome una orden, yo decía: «¿Tengo que hacer¬lo?», y entonces ella lo reconsideraba.
Cuando tenía ocho años tuve una amiga que se lla¬maba Pamela, la hija de una de nuestras criadas. Un día estábamos las dos en la cocina mientras Mandy hacía un roscón. Mandy me mandó que fuera a la despensa a bus¬car más almendras y yo volví sólo con dos. Entonces me dio instrucciones más precisas, y me las volví a arreglar para no hacer exactamente lo que me pidió.
Más tarde, cuando Pamela y yo volvíamos al jardín a tomar el dulce, me preguntó por qué no había hecho lo que Mandy me había pedido.
-Odio que se ponga tan mandona -respondí.
-Yo siempre obedezco a los mayores -dijo Pame¬la tímidamente.
-Lo haces porque no estás obligada.
-Claro que lo estoy, sino papá me daría un buen tortazo.
-No es lo mismo para mí. Yo estoy hechizada -ex¬pliqué, dándome importancia porque los hechizos no eran frecuentes y Lucinda era una de las pocas hadas que podía realizarlos.
-¿Eres como la Bella Durmiente?
-Con la diferencia de que yo no tengo que dormir durante cien años.
-¿Cuál es el hechizo que sufres? -me preguntó.
Yo se lo expliqué.
-¿Siempre que alguien te da una orden tienes que obedecer? ¿Incluso si te la doy yo? -preguntó entonces. Hice un gesto afirmativo con la cabeza. -¿Puedo probar? -exclamó Pamela, entusiasmada con la idea.
-No -respondí airada-, pero te reto a una carre¬ra hasta la verja.
-De acuerdo, pero te ordeno que pierdas.
-Bueno, pues entonces no correré.
-Te ordeno que corras y que pierdas la carrera.
De modo que corrimos, y perdí.
Luego recogimos moras y tuve que darle a Pamela las más dulces y maduras. Jugamos a princesas y a ogros, y me tocó ser el ogro.
Después de una hora de suplicio no lo resistí más y le di un puñetazo. Pamela se puso a chillar cuando vio que le salía sangre de la nariz.
Nuestra amistad terminó aquel día, y mamá encontró otra colocación para la madre de Pamela lejos de Frell, nuestra ciudad.
Después de castigarme por haberme peleado, y aunque no solía darme órdenes, mamá me dio una muy importante: «No cuentes nunca más a nadie lo de tu hechizo.»
De todas formas no lo hubiera hecho, pues acababa de aprender que debía ser precavida al respecto.



Cuando tenía casi quince años, mamá y yo nos pusi¬mos enfermas. Mandy nos dio su sopa curativa, hecha de zanahorias, puerros, apio y crines de unicornio. Era de¬liciosa, aunque ambas odiábamos aquellos pelos largos y amarillentos que flotaban entre las verduras. Como papá no estaba en Frell tomamos la sopa sentadas en la cama de mamá. Si él hubiera estado en casa no habría po¬dido quedarme en la habitación de mis padres. No le gustaba verme cerca, enredándome entre sus piernas, co¬mo solía decir él.
Me tomé la sopa, crines incluidas, porque así me lo habían ordenado, pero hice muecas a Mandy para mos¬trarle mi disgusto, cuando ya se retiraba. -Esperaré a que se enfríe -dijo mamá. Después, cuando nos quedamos solas, retiró las cri¬nes para tomarse la sopa, y cuando terminó volvió a de¬jarlas en el plato.
Al día siguiente yo me encontraba mucho mejor, pe¬ro mamá, en cambio, estaba más enferma, tanto que no podía comer ni beber nada. Decía que era como si tuvie¬se un cuchillo clavado en la garganta y un martillo gol¬peándole la cabeza. Para aliviarla un poco de su males¬tar le puse compresas frías sobre la frente y le conté cuentos. Eran viejas historias de hadas que yo modifica¬ba para distraerla y hacerla reír, aunque a veces su risa se convertía en una horrible tos.
Antes de que Mandy me mandara ir a la cama mamá me besó y dijo:
-Buenas noches. Te quiero, cariño.
Fueron las últimas palabras que me dirigió. Cuando me marchaba, oí lo último que le dijo a Mandy:
-No me encuentro tan mal como para que avises a sir Peter.
Sir Peter era papá.
A la mañana siguiente mamá deliraba. Daba instruc¬ciones a invisibles cortesanos, con los ojos abiertos, e in¬tentaba arrancarse del cuello su collar de plata. No nos reconocía ni a Mandy ni a mí.
Nathan, nuestro criado, fue a buscar al médico, quien nada más llegar me apartó del lecho de mi madre.
Salí de la habitación y el vestíbulo estaba vacío. Seguí andando hasta la escalera de caracol que lo presidía y ba¬jé por ella, recordando las veces que mamá y yo nos ha¬bíamos deslizado por la barandilla. Nunca lo hacíamos si había alguien cerca.
-Tenemos que comportarnos con dignidad -me susurraba ella entonces, mientras bajaba la escalera de forma ceremoniosa, y yo la seguía de cerca, imitándola y luchando contra mi torpeza natural, feliz de tomar parte en aquel juego.
Pero cuando estábamos solas preferíamos deslizarnos, y gritábamos mientras bajábamos. Luego subíamos de nuevo para volver a bajar, una y otra vez.
Cuando llegué al final de la escalera abrí la puerta de entrada y salí a la brillante luz del día. Había un largo trecho hasta el viejo castillo, pero yo quería formular un deseo. Y quería hacerlo en el lugar adecuado para que se cumpliera.
El castillo había permanecido abandonado desde que el rey Jerrold era pequeño, aunque volvía a abrirse en ocasiones especiales, como bailes, bodas y demás cele¬braciones. Bertha decía que estaba encantado, y Nathan que era un nido de ratones. Los jardines del castillo esta¬ban bastante descuidados, pero Bertha aseguraba que los árboles candelabro eran mágicos.
Fui directamente hacia la arboleda. Se trataba de unos árboles pequeños que habían sido podados, y a los que les habían puesto unas guías para que tomaran forma de candelabros cuando crecieran. A cambio de formular un deseo, era necesario hacer una promesa, así que cerré los ojos y dije:
-Si mamá se cura seré no sólo obediente, sino tam¬bién buena. Trataré de no ser tan torpe y no le tomaré el pelo a Mandy.
En aquel momento no pedí que mamá conservara la vida, ya que no se me ocurrió que pudiera estar en peligro.

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