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lunes, 20 de septiembre de 2010

El mundo encantado de Ela de Gail Carson Levine: Capítulo 3

Cuando llegamos a casa papá me ordenó que me cambiara de ropa y que bajara enseguida a saludar a los invitados que habían venido a darnos el pésame.
Mi habitación estaba tranquila. Todo estaba igual que cuando vivía mamá: los pájaros bordados en mi col¬cha, a salvo en su mundo de hojas de punto de cruz; mi diario sobre la cómoda; mis amigas de infancia (Flora, la muñeca de trapo, y Rosamunda, la de madera y vestido de siete volantes), que dormían en su canasto... Me sen¬té en la cama, debatiéndome entre la necesidad de cum¬plir lo que me había mandado papá y el deseo de encon¬trar consuelo en mi habitación, en mi cama, en la leve brisa que entraba por la ventana. Al final no tuve más re¬medio que obedecer.
Una vez oí que Bertha le decía a Mandy que papá era una persona sólo por su aspecto, ya que en su interior no había más que ceniza, monedas y cerebro. Mandy no estaba de acuerdo, decía que él era humano hasta la mé¬dula. Lo que pasaba es que era el ser más egoísta del mundo. Mucho más que ningún hada, gnomo, elfo o gigante.
Tardé tres largos minutos en vestirme. Aquél era un juego horrible, pues jugaba conmigo misma a tratar de romper el maleficio y a comprobar cuánto podía resistir ante la necesidad de cumplir una orden. Al poco rato me zumbaban los oídos, y el suelo se inclinaba de tal for¬ma que parecía que iba a caerme de la cama. Abracé mi almohada hasta que me dolieron los brazos, como si aquélla fuera un ancla a la que aferrarse para huir de la necesidad de obedecer. Estaba a punto de estallar y rom¬perme en mil pedazos. Me levanté, me dirigí al vestidor y me encontré mejor de inmediato.
A pesar de que sospechaba que papá quería que lle¬vara otro vestido, me puse el preferido de mamá. Ella decía que aquel verde tan vivo hacía resaltar mis ojos. Yo opinaba que parecía un saltamontes con cabeza humana y pelo liso, pero al menos el traje no era negro. Mamá odiaba la ropa negra.
El vestíbulo estaba lleno de gente vestida de luto. Pa¬pá vino hacia mí enseguida.
-Esta es mi hija, la joven Estela -dijo en voz alta, y luego dirigiéndose a mí susurró-: Pareces una planta con ese vestido. Se supone que deberías ir vestida de lu¬to. Creerán que no respetabas a tu...
De pronto fui aferrada por dos brazos rechonchos, cubiertos por dos mangas de crujiente satén negro.
-¡Mi pobre niña, lo sentimos tanto por ti! -excla¬mó una voz dulzona-. ¡Oh, sir Peter, es sumamente triste verle en esta circunstancia tan trágica! -termi¬nó diciendo, a la vez que me daba un fuerte abrazo. La que estaba hablando era una mujer alta y estirada, con el cabello largo y ondulado, de color miel. Su cara es¬taba maquillada de blanco y sus mejillas cubiertas de colorete.
La acompañaban dos versiones reducidas de ella, aunque éstas iban sin maquillaje. La más joven no tenía la melena de su madre, sino unos rizos que dejaban en¬trever el cuero cabelludo y que parecían fuertemente pe¬gados a él con algún tipo de cola.
-Ésta es Madame Olga -dijo papá, dando un golpecito a la señora en el brazo.
En respuesta hice una reverencia, con tal mala pata que tropecé con la más joven de las chicas.
-Mis disculpas -balbuceé.
Ella no respondió, ni se movió, ni tan siquiera me di¬rigió una mirada.
Papá continuó con la conversación:
-¿Son éstas tus maravillosas hijas?
-Son mis dos tesoros. Esta es Hattie, y ésta Olive. Están a punto de terminar sus estudios en la escuela de educación social para señoritas.
Hattie debía de ser dos años mayor que yo.
-Encantada de conocerte -dijo, enseñando unos enormes dientes al sonreír. Y me tendió la mano en es¬pera de que yo se la besara e hiciera una reverencia. Me quedé perpleja, sin saber qué hacer. Hattie bajó el brazo, aunque sin dejar de sonreír.
Olive era aquella con la que acababa de tropezar.
-Encantada de conocerte -dijo con una voz apenas audible. Era más o menos de mi edad, y tenía el ceño permanentemente fruncido.
-Consolad a Estela -indicó Madame Olga a sus hi¬jas-. Tengo que hablar con sir Peter -concluyó mien¬tras tomaba a papá del brazo.
-Nuestros corazones están muy tristes -empezó a decir Hattie-. Cuando te pusiste a llorar de aquella for¬ma durante el funeral me diste mucha pena.
-Por cierto, el verde no es color de luto -subrayó Olive.
Hattie echó un vistazo a la sala.
-Es un hermoso salón, casi tan elegante como el que tendré en el futuro. Nuestra madre, Madame Olga, dice que tu padre es muy rico, que puede sacar dinero de cualquier cosa.
-Sí, hasta de las piedras -añadió Olive.
-Nuestra madre, Madame Olga, dice que tu padre era pobre antes de casarse con tu madre. Nuestra madre dice que lady Estela ya era rica cuando se casó, pero que tu padre la hizo aún más rica.
-Nosotras también somos ricas -aseguró Olive-. Tenemos suerte de serlo.
-¿Nos enseñarías el resto de la casa? -sugirió Hattie.
Subimos al piso de arriba y Hattie se puso a fisgo¬nearlo todo. Abrió el armario de la habitación de mamá, y antes de que pudiera detenerla pasó la mano por todos los vestidos. Cuando volvimos al salón, anunció:
-Cuarenta y dos ventanas, y una chimenea en cada habitación. Las ventanas deben de haber costado un co¬fre lleno de monedas.
-¿Quieres saber algo de nuestra casa? -preguntó Olive.
No me interesaba lo más mínimo saber cómo era su casa.
-Tendrías que visitarnos y verla por ti misma -res¬pondió Hattie a mi silencio.
Estábamos de pie junto a una mesa con montañas de comida. Había desde un ciervo asado, cuya cornamenta estaba decorada con hiedra, hasta galletas de mantequi¬lla, tan pequeñas y tan finas como copos de nieve. Me pregunté cómo habría tenido Mandy tiempo para coci¬nar todo aquello.
-¿Os apetece comer algo?
-Bue... -iba a contestar Olive, pero su hermana la interrumpió.
-Oh no, gracias. Nunca comemos en las fiestas. La emoción nos quita el apetito.
-Mi apetito... -trató de decir Olive.
-Tenemos muy poco apetito. Mamá está preocu¬pada. Pero de todas formas, parece todo buenísimo -di¬jo Hattie acercándose a la mesa-. ¡Los huevos de codor¬niz son un lujo! Diez monedas de cobre cada uno. ¡Y hay por lo menos cincuenta, Olive!
«Más huevos de codorniz que ventanas», pensé.
-Me encantan las tartaletas de uva -murmuró Olive.
-No deberíamos -comentó Hattie-. Bueno, qui¬zás un trocito...
Ni siquiera un gigante hubiera podido comer tanto como Hattie: media pierna de ciervo asado, un montón de arroz salvaje y ocho de los cincuenta huevos de co¬dorniz. Además del postre, claro.
Olive todavía comió más: tartaletas de uva, pan de pasas, pastel de crema, púding de ciruelas, bombones de chocolate, bizcocho con especias empapado con sal¬sa de ron y mantequilla, y salsa de albaricoque y menta.
Se acercaban los platos a la cara, de forma que el te¬nedor hiciera un recorrido lo más corto posible. Olive comía sin parar, Hattie, en cambio, dejaba el tenedor y se daba unos toquecitos en la boca con la servilleta. Luego volvía a tomar el cubierto y seguía con la misma avidez que antes. Era un espectáculo de lo más desagra¬dable.
Fijé mi vista en un tapiz que solía estar a los pies del sillón de mamá, y que ahora yacía junto a la mesa. La es¬cena representaba a unos cazadores y un perro que per¬seguían a un jabalí que estaba situado junto al ribete de lana escarlata. Mientras miraba fijamente el tapiz me pa¬reció que todo adquiría movimiento. El viento mecía la hierba bajo las patas del jabalí. Parpadeé un instante y el movimiento se detuvo, pero cuando volví a mirar fija¬mente todo cobró vida de nuevo.
El perro acababa de ladrar y su garganta estaba rela¬jada. Uno de los cazadores cojeaba y percibí un calam¬bre en su pierna. El jabalí jadeaba y luchaba por tomar aire, y luego huyó presa del miedo y la furia.
-¿Qué estás mirando? -me preguntó Olive. Pare¬cía que ya había terminado de comer.
-Nada, sólo el dibujo del tapiz -respondí, como si acabara de salir de aquella escena. Volví a mirarla; no te¬nía nada de particular.
-Se te salían los ojos. Eran como los de un ogro -co¬mentó Hattie-. Ahora ya vuelves a parecer normal.
Hattie tampoco es que pareciera muy normal. Era igual que un conejo. Un conejo gordo, como los que le gustaban a Mandy para guisar. Y la cara de Olive era blanca como una patata sin piel.
-Supongo que a ti nunca se te salen los ojos de las órbitas -respondí.
-No creo -dijo Hattie, sonriendo satisfecha.
-Son demasiado pequeños para eso -continué.
La sonrisa se le quedó petrificada en el rostro.
-Te perdono, pequeña. Los aristócratas somos be¬névolos. Tu pobre madre también era conocida por su mala educación.
«Mamá era conocida...» Aquel verbo en pasado con¬geló mi lengua.
-¡Chicas! -llamó Madame Olga mientras se acer¬caba a nosotras-. Tenemos que irnos. -Suspiró al abrazarme. Olía a leche agria.
Al fin se fueron, y mientras papá estaba en la verja, despidiendo al resto de los invitados, me dirigí a la coci¬na a ver a Mandy. Estaba apilando los platos sucios.
-Parecía que esa gente no hubiera comido en una semana.
Me puse un delantal y vertí agua en el fregadero.
-Nunca habían probado tu comida.
La cocina de Mandy era la mejor del mundo. Mamá y yo intentábamos a menudo preparar sus recetas. Seguía¬mos las instrucciones al pie de la letra y el plato que¬daba buenísimo, pero nunca tan bueno como cuando lo preparaba Mandy.
De pronto me acordé del tapiz, no sé por qué.
-La alfombra del vestíbulo con los cazadores y el jabalí, ¿sabes cuál digo? Me pasó algo muy divertido cuando la miré.
-Ah, esa tontería. No debes prestar atención a ese viejo tapiz -comentó mientras revolvía la sopa.
-¿Qué quieres decir?
-Es sólo un truco mágico.
-¡Una alfombra mágica! ¿Cómo lo sabes?
-Era de lady Estela.
Así llamaba Mandy a mamá. Pero aquélla no era una respuesta.
-¿Se lo regaló mi hada madrina?
-Sí, pero de eso hace mucho tiempo.
-¿Te dijo mamá alguna vez quién era mi hada ma¬drina?
-No, nunca me lo dijo. Por cierto, ¿dónde está tu padre?
-Está fuera, despidiendo a los invitados. Pero ¿sa¬bes quién es, aunque mamá nunca te lo dijera?
-¿Saber qué?
-Pues quién es mi hada madrina.
-Si tu madre hubiera querido que lo supieras ella misma te lo habría contado.
-Iba a contármelo, me lo había prometido. Por fa¬vor, Mandy, dímelo.
-Soy yo.
-¿Por qué no me lo dices?
-Soy yo, tu hada madrina soy yo. Ven, prueba la sopa de zanahoria, es para la cena. ¿Está buena?

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