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viernes, 1 de octubre de 2010

El mundo encantado de Ela de Gail Carson Levine: Capítulo 4

Mi boca se abrió automáticamente. Me acerqué la cu¬chara y un sorbo de sopa caliente descendió por mi gar¬ganta. Mandy había escogido las zanahorias que estaban en su punto, las más dulces, las más jugosas. Otros aro¬mas acompañaban al de las zanahorias: el del limón, el del caldo de tortuga y el de una especia que no podía identificar. Era la mejor sopa del mundo, aquella sopa mágica que sólo Mandy podía preparar.
La alfombra, la sopa... Eran mágicas... Entonces, ¡Mandy era un hada! Pero si lo era, ¿por qué dejó que mamá muriera?
-Tú no eres un hada.
-¿Por qué no?
-Si lo fueras habrías salvado a mamá.
-¡Oh, cariño!, lo habría hecho si hubiera podido. Si tu madre no hubiese quitado la crin de su sopa ahora es¬taría viva.
-Si lo sabías, ¿por qué no se lo dijiste?
-Lo supe cuando ya era demasiado tarde y tu madre estaba muy enferma. Ya no podía hacer nada para sal¬varla.
Me desplomé sobre la silla que había junto a la estu¬fa, sollozando tan amargamente que luego me costó re¬cuperar el aliento. Entonces Mandy me abrazó, y lloré sobre los volantes que rodeaban el cuello de su delan¬tal, allí donde había llorado tantas otras veces por cual¬quier nimiedad. Una lágrima cayó sobre mi dedo. Era de Mandy, que también lloraba. Su cara estaba congestio¬nada.
-Yo también era su hada madrina, y también la de tu abuela -dijo Mandy mientras se sonaba la nariz.
Aparté los brazos de Mandy para verla mejor. No podía ser un hada. Las hadas son esbeltas, jóvenes y be¬llas. Mandy era lo suficientemente alta para ser un hada, pero ¿quién ha visto nunca una con el pelo gris rizado y con papada?
-Demuéstramelo -le ordené.
-¿Que te demuestre qué?
-Pues que eres un hada. Desaparece, o haz algún truco.
-No tengo por qué demostrarte nada. Además, a excepción de Lucinda, las hadas no desaparecen en pre¬sencia de los mortales.
-Pero ¿podéis hacerlo?
-Pues claro que podemos, lo que pasa es que no lo hacemos. Lucinda es la única lo suficientemente tonta y grosera como para hacerlo.
-¿Y por qué es tonta?
-Porque se cree más importante si demuestra sus poderes mágicos -contestó Mandy mientras empezaba a lavar los platos-. Venga, ayúdame.
-¿Lo saben Nathan y Bertha? -pregunté mientras llevaba los platos a la pila.
-¿Saber qué?
-Que eres un hada.
-¡Otra vez con lo mismo! Nadie excepto tú lo sabe. Y será mejor que guardes el secreto -dijo Mandy con cara de pocos amigos.
-¿Porqué?
Mandy no me contestó. Se limitó a fruncir el ceño.
-Lo prometo. Pero ¿por qué?
-Te lo diré; a la gente le gusta pensar que existen las hadas, pero cuando encuentran una de verdad siempre surgen problemas -comentó mientras aclaraba una fuen¬te y me la pasaba. Luego dijo-: Tú secas.
-¿Por qué?
-Porque la vajilla está mojada, por eso -respon¬dió, y al ver mi cara de sorpresa dijo-: Hay dos razones básicas. Como la gente sabe que podemos hacer magia quiere que resolvamos los problemas por ellos. Y si no lo hacemos se ponen como locos. La otra razón es que somos inmortales, y eso no pueden soportarlo. Después de que muriera su padre, lady Estela no me habló duran¬te una semana.
-¿Y por qué a Lucinda no le importa que la gente sepa que es un hada?
-A la muy tonta le gusta presumir. Quiere que to¬dos le den las gracias cuando otorga uno de sus horribles dones.
-¿Son siempre horribles?
-Sí, siempre lo son. Claro que hay gente que está encantada de recibir un regalo de un hada, aunque les haga desgraciados para toda la vida.
-¿Y cómo sabía mamá que tú eras un hada? ¿Por qué me lo has contado a mí?
-Todos los de tu linaje son amigos de las hadas. Tú tienes sangre de hada en tus venas.
-¡Sangre de hada! ¿Puedo entonces hacer magia? ¿Soy inmortal? ¿Mamá lo habría sido si no se hubie¬ra puesto enferma? ¿Tienen muchos amigos las hadas?
-En realidad muy pocos. Aquí, en Kyrria, tú eres la única. Y acerca de tus otras preguntas, debo responderte que no tienes poderes mágicos ni eres inmortal. Sólo tie¬nes una gota de sangre de hada. Pero hay una cosa que delata que hay algo mágico en ti: tus pies. Son más pe¬queños de lo normal, y no han crecido desde hace mu¬cho tiempo. Eso es un rasgo característico de los seres mágicos.
-Ninguna parte de mi cuerpo ha crecido desde ha¬ce tiempo, si te refieres a eso.
-No es cierto. Tú crecerás, pero tus pies no. Ten¬drás pies de hada, como tu madre. -Mandy dijo aquello mientras levantaba su falda y las cinco enaguas que lle¬vaba debajo para mostrarme sus pies, no mucho más grandes que los míos-. Somos demasiado altas para te¬ner unos pies tan pequeños. Es lo único que no podemos cambiar con nuestra magia. Los hombres que tienen poderes mágicos rellenan sus zapatos para que nadie se dé cuenta de que tienen los pies pequeños, y nosotras, las hadas, los ocultamos bajo nuestras faldas.
Asomé uno de mis pies fuera del vestido. Tener los pies pequeños era elegante, pero ¿me harían ser más tor¬pe cuando creciera? ¿No sería más difícil guardar el equi¬librio?
-Si quisieras, ¿podrías hacer que me crecieran los pies? O... -Me detuve pensando en alguna otra posibi¬lidad, mientras miraba la lluvia que caía-. ¿Podrías de¬tener la lluvia?
Mandy asintió con la cabeza.
-Hazlo, por favor.
-¿Y por qué tendría que hacerlo?
-Por mí. Quiero ver magia, magia mayor.
-Nosotras no hacemos magia mayor. Sólo la hace Lucinda. Es demasiado peligroso.
-¿Qué hay de peligroso en detener una tormenta?
-Quizás algo, quizá nada. Usa tu imaginación.
-Aclarar el cielo tiene que ser algo bueno. La gente podría salir...
-Usa tu imaginación -repitió Mandy.
-Los pastos necesitan agua, las cosechas también...
-¿Qué más? -continuó Mandy.
-Quizás algún ladrón esté a punto de robar, y no lo hace debido al mal tiempo.
-¡Eso es! O quizá si detengo la lluvia podría ini¬ciarse una sequía y luego tendría que remediarlo, por¬que habría sido por mi culpa. Y quizá la lluvia que vi¬niera después podría romper una rama y caer sobre el tejado de una casa, y entonces también tendría que arre¬glar ese desastre...
-Pero tú no tendrías la culpa de todo eso. Los due¬ños de la casa tendrían que haber construido un tejado más resistente.
-Quizá sí, quizá no. O a lo mejor mi magia podría provocar una inundación y causar víctimas. Éste es el problema de la magia mayor. Por eso yo sólo practico magia menor: buenos guisos, mi sopa curativa, mi tó¬nico...
-Cuando Lucinda me hechizó, ¿practicó la magia mayor?
-Pues claro que sí. ¡La muy tonta! -exclamó Man¬dy, mientras fregaba con tanta fuerza una olla que cho¬có con gran estruendo contra la pila de cobre y se partió.
-Dime cómo romper el hechizo. Por favor, Mandy.
-No sé cómo hacerlo, sólo sé que puede romperse.
-Si le digo a Lucinda lo terrible que es para mí, ¿tú crees que lo deshará?
-No sé. Tal vez sí. Pero si te levanta ese hechizo pue¬de hacerte otro todavía peor. El problema de Lucinda es que todas las ideas que entran en su cabeza salen conver¬tidas en hechizos.
-¿Qué aspecto tiene?
-Es distinta al resto de nosotras. Pero será mejor que nunca llegues a conocerla.
-¿Dónde vive? -pregunté, por si podía encontrarla y persuadirla de que rompiera mi hechizo. Quizá Mandy estaba equivocada acerca de Lucinda.
-No tenemos buenas relaciones. No me interesa por dónde anda esa tonta de Lucinda. ¡Cuidado con ese tazón!
La orden llegó demasiado tarde. Fui a buscar la es¬coba mientras preguntaba:
-¿Son todos los amigos de las hadas tan torpes co¬mo yo?
-No, cariño. La sangre de hada no hace que uno sea torpe, eso es propio de los humanos. ¿Me has visto algu¬na vez romper un plato?
Empecé a barrer, pero no fue necesario. Los trozos del tazón se reunieron y fueron directos a la basura, co¬mo por arte de magia. No podía creerlo.
-Ése es el tipo de cosas que hago, cariño. Magia me¬nor, que no puede causar ningún daño y sin embargo es útil. No quedan trozos cortantes en el suelo.
Miré fijamente la basura; los fragmentos de loza se¬guían allí.
-¿Por qué no reconstruiste el tazón, Mandy? -pre¬gunté.
-El poder de la magia es muy fuerte, aunque no lo parezca. Podría herir a alguien, nunca se sabe.
-¿Quieres decir -continué- que las hadas no po¬déis ver el futuro? Si pudierais lo haríais, ¿verdad?
-No podemos prever el futuro. En eso somos co¬mo tú. Sólo los gnomos pueden hacerlo, bueno, sólo algunos.
Sonó una campanilla en la casa; papá estaba llamando a los sirvientes. Mamá nunca la había usado.
-¿Tú también eras el hada madrina de mi bisabuela?
Se me ocurrían infinidad de preguntas: «¿Durante cuánto tiempo había sido Mandy nuestra hada madrina? ¿Qué edad tenía...?» Entonces entró Bertha, anunciando que sir Peter quería verme en el estudio.
-¿Qué quiere? -pregunté.
-No lo ha dicho -contestó Bertha nerviosa, mien¬tras jugueteaba con una de sus trenzas.
Bertha se asustaba por cualquier cosa. ¿Qué había de malo en ello? Mi padre quería hablar conmigo, eso era todo.
Terminé de secar un plato, luego otro, y otro.
-Por favor, no se entretenga, señorita -dijo Bertha.
Iba a secar otro plato cuando Mandy me aconsejó que fuera enseguida, y que me quitara el delantal. También pa¬recía asustada. Hice lo que me sugirió y fui a ver a papá.
Me detuve en el umbral del estudio. Papá estaba sen¬tado en el sillón que solía ocupar mamá. Examinaba algo que reposaba en sus rodillas.
-¡Ah, ya estás aquí! -dijo levantando la vista-. Acércate, Estela.
Le miré, desafiando su orden. Entonces di un paso hacia delante. Era el mismo juego al que jugaba con Mandy: obediencia y desafío.
-He dicho que te acerques, Estela.
-Ya estoy cerca.
-No lo suficiente. No tengas miedo, no voy a mor¬derte. Sólo quiero que nos conozcamos un poco más. -Se acercó a mí y me condujo hasta una silla que había frente a la suya-. ¿Has visto alguna vez algo tan ma¬ravilloso como esto? -comentó mientras me mostraba el objeto que reposaba en sus rodillas. A continua¬ción me lo tendió-. También puedes sostenerlo tú, aunque es bastante más pesado de lo que parece a sim¬ple vista.
En ese momento pensé en dejar caer aquel objeto, ya que tanto le gustaba. Pero una vez que lo hube mirado ya no pude hacerlo.
Se trataba de un castillo de porcelana no más grande que mis dos puños juntos, con seis torres diminutas, ter¬minadas en un candelabro en miniatura. Y... ¡Oh! Entre las ventanas de las torres pendía un hilo de gasa del que colgaba... ¡La colada! Había allí unos calcetines, una tú¬nica, un delantal de bebé, todo tan fino como el hilo de una tela de araña. Pintada en una ventana del piso de abajo, aparecía una doncella que saludaba con un pañue¬lo de seda.
Papá me lo quitó de las manos.
-Cierra los ojos.
Oí cómo cerraba las pesadas cortinas y le espié con los ojos entrecerrados. No me fiaba de él. Puso el casti¬llo sobre la repisa de la chimenea, colocó unas velas en ella y las encendió.
-Ahora abre los ojos.
Corrí para verlo más de cerca. El castillo era una ma¬ravilla que resplandecía. Las llamas hacían relucir los tintes perlados de las paredes blancas, y las ventanas brillaban con una luz dorada que sugería fuegos vivos en el interior.
-¡Oh! -exclamé.
Papá abrió las cortinas y sopló las velas.
-Es fantástico, ¿no crees?
Asentí con la cabeza.
-¿Dónde lo has conseguido?
-Es de los elfos, uno de ellos lo hizo. Son unos al¬fareros fantásticos. Es obra de uno de los alumnos de Agulen. Siempre he querido tener un Agulen auténtico, pero éste no está mal.
-¿Dónde vas a ponerlo?
-¿Dónde quieres que lo ponga, Ela?
-En una ventana.
-¿En la de tu habitación?
-En cualquiera, pero junto a una ventana, para que su titilar se vea desde dentro y desde fuera de la casa.
Papá me miró fijamente durante unos segundos.
-Le diré a su futuro comprador que haga lo que dices.
-¡Lo vas a vender!
-Soy un comerciante, Ela. Me dedico a vender co¬sas. -Después reflexionó para sí mismo-: Quizá pue¬da venderlo como un Agulen auténtico. ¿Quién notaría la diferencia? -Luego volvió a dirigirse a mí-: Ahora ya sabes quién soy: sir Peter, el mercader. Pero dime, ¿quién eres tú?
-Una hija que antes tenía una madre.
Hizo caso omiso de mi respuesta.
-Pero ¿quién es Ela?
-Una muchacha a quien no le gusta que la interro¬guen.
Pareció satisfecho con mi respuesta.
-Eres valiente al atreverte a hablarme así -comen¬tó, mirándome de arriba abajo-. Tienes mi barbilla -dijo acariciándomela-. Fuerte, decidida. Y mi nariz. Y mis ojos, aunque los tuyos sean verdes. Muchos de tus rasgos los has heredado de mí. Me gustaría saber cómo serás cuando crezcas.
¿Por qué creería papá que era agradable hablarme así, como si fuera un retrato y no una chica?
-¿Qué debo hacer contigo? -se preguntó a sí mismo.
-¿Por qué tienes que hacer algo conmigo?
-No puedo dejar que crezcas como un pinche de cocina. Debes recibir una educación -dijo, y entonces cambió de tema-. ¿Qué te parecen las hijas de Madame Olga?
-No son demasiado agradables -respondí.
Papá rió con ganas, echando la cabeza hacia atrás y agitando los hombros.
¿Qué era lo que le hacía tanta gracia? No me gusta¬ba que se rieran de mí. Intenté decir algo agradable acer¬ca de las odiosas Hattie y Olive:
-Tienen buenas intenciones, creo.
Papá se enjugó las lágrimas de los ojos.
-No tienen buenas intenciones. La mayor es una desagradable liante, como su madre, y la más joven es una simplona. No hay cabida en sus cabezas para las buenas intenciones. -El tono de su voz se tornó serio-: Pero Madame Olga tiene títulos, y es rica.
-¿Qué tiene eso que ver?
-Quizá debería mandarte a la escuela de señoritas, junto a las hijas de Madame Olga. Deberías aprender a caminar con elegancia, y no como un pequeño elefante.
¡Una escuela para señoritas! Tendría que dejar a Mandy. Y constantemente me dirían qué debía hacer, y yo tendría que hacerlo, fuese lo que fuese. Intentarían li¬brarme de mi torpeza, pero no lo conseguirían. Enton¬ces me castigarían, y yo me vengaría, y a continuación me volverían a castigar.
-¿Por qué no puedo quedarme aquí?
-Quizá podría buscar una institutriz. Si es que en¬cuentro alguna...
-Preferiría tener una institutriz, papá. Estudiaría mucho si la tuviera.
-¿Y si no, no lo harías? -preguntó levantando las cejas, aunque hubiera jurado que le hacía gracia lo que yo decía. Se puso de pie y se acercó al escritorio donde mamá solía llevar las cuentas de la casa-. Ahora vete, tengo trabajo.
Cuando me despedía dije:
-Quizá los pequeños elefantes no pueden ser admi¬tidos en las escuelas de señoritas. Quizá los pequeños elefantes no pueden ser adiestrados. Quizá...
Me callé: papá estaba riendo de nuevo.

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