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viernes, 22 de octubre de 2010

El mundo encantado de Ela de Gail Carson Levine: Capítulo 5

La noche siguiente cené con papá. Tuve problemas para sentarme porque Bertha me había hecho un elegante vestido con unas enaguas muy voluminosas.
En nuestros platos había espárragos cubiertos con mostaza de estragón. Papá bebía de una copa de cristal tallado. Cuando por fin conseguí colocarme en mi silla, papá hizo una señal a Nathan para que le sirviera más vino.
-Mira, Estela, cómo recoge la luz –dijo levantando la copa-. Hace que el vino brille como rubí.
-Es bonito –respondí.
-¿Eso es todo? ¿Solo bonito?
-Muy bonito, supongo –dije, resistiéndome a que me gustara algo que papá también iba a vender.
-Te gustaría más si bebieras de esta copa. ¿Has probado alguna vez el vino?
-Mandy nunca me lo ha permitido.
Entonces intenté alcanzar la copa, pero las mangas de mi vestido se mancharon con la salsa de los espárragos. La copa todavía no estaba a mi alcance; me puse de pie, pisé la larga falda y perdí el equilibrio. Para no caerme levanté el brazo, lo que hizo que me desplomara sobre la mesa y chocase contra el hombro de papá. Total, que la copa se cayó y se rompió limpiamente por la base, en dos trozos. Una mancha roja se extendió por el mantel, y unas gotas de vino mancharon la camisa de papá.
Me preparé para recibir una reprimenda, pero en lu¬gar de reñirme, mientras se limpiaba la camisa con una servilleta, papá dijo:
-Ha sido una tontería por mi parte. Cuando te he visto entrar ya me he dado cuenta de que no podrías arreglártelas tú sola.
Mientras, Nathan y otra criada retiraron el mantel y la copa rota.
-Lo siento -dije.
-Eso no recompondrá la copa, ¿no crees? -Parecía que su furia se iba a desatar, pero de pronto se sosegó-. Se aceptan tus disculpas. Cambiémonos de ropa y reto¬memos nuestra cena.
Estuve de vuelta un cuarto de hora más tarde, con un vestido corriente.
-Es culpa mía -dijo papá mientras comía un espá¬rrago-. He dejado que crezcas como un zoquete.
-¡No soy un zoquete!
Mandy no tenía pelos en la lengua, pero nunca me había llamado así. «Patosa», «desmañada» o «desgarba¬da», pero nunca «zoquete». «Alocada», «pies torpes», pero nunca «zoquete».
-Aunque todavía eres joven y puedes aprender. Me gustaría que algún día te relacionases con gente civilizada.
-No me gusta la gente civilizada.
-Quizá necesite que resultes agradable a alguna persona civilizada. Ya lo he decidido; irás a la escuela de señoritas.
No podía ir allí. No, no iría.
-Pero dijiste que podía tener una institutriz. ¿No te resultaría más económico eso que mandarme a la es¬cuela?
Una camarera retiró los espárragos y sirvió un plato de vieiras con tomate.
-Qué delicadeza por tu parte al preocuparte por eso. Pero una institutriz sería mucho más cara. Y además no tengo tiempo para entrevistar institutrices. Dentro de dos días irás a la misma escuela de educación social para señoritas a la que van las hijas de Madame Olga.
-No iré.
Él continuó como si no hubiese oído nada:
-Escribiré una carta a la directora y te dejaré en sus manos, junto a una bolsa llena de suficientes monedas de oro para que no pueda protestar al recibir una nueva alumna ahora que ya ha empezado el curso.
-No iré.
-Tú harás lo que yo te diga, Estela.
-No iré.
-Ela... -Probó una vieira y siguió hablando mien¬tras masticaba-. Tú padre no es un hombre bueno, co¬mo ya te habrán dicho los criados si no me equivoco.
Yo no lo negué.
-Deben de haberte dicho que soy egoísta, y llevan razón. Deben de haberte dicho que soy impaciente, y también es verdad. Deben de haberte dicho que siempre voy a la mía, y es cierto que lo hago.
-Yo también -dije, sabiendo que no era verdad.
El me sonrió con admiración.
-Mi hija es la chica más valiente de Kyrria -dijo. Luego su sonrisa se desvaneció, y sus labios se con¬trajeron formando una línea fina y dura-. Pero irás a la escuela de señoritas aunque tenga que llevarte a ras¬tras. Y no será un viaje de placer si ello me quita tiem¬po para dedicarme a mis negocios. ¿Lo has entendi¬do, Ela?
Cuando papá se enfadaba me recordaba a un muñeco de feria, un puño de piel atado a un resorte que se usa en los teatros de marionetas. Cuando se suelta el muelle el puño golpea a una pobre marioneta. Con papá, lo que me ocurría era que no temía al puño sino al muelle, por¬que éste determinaba la fuerza del golpe. La cólera en sus ojos era tan tensa que no sabía qué pasaría si el mue¬lle se disparaba. Odiaba estar asustada, pero la verdad es que lo estaba.
-Iré a esa escuela -dije sin poder reprimirme-, pero la detestaré.
La sonrisa volvió a sus labios.
-Eres libre de odiarla o de amarla. Lo único que me importa es que vayas a esa escuela.
Aquello no era una orden, aunque lo parecía. No era muy distinta de otras que me veía obligada a obedecer. Abandoné el comedor y papá no me detuvo.
Aún era pronto para ir a dormir, pero a pesar de ello fui a mi habitación y me puse el camisón. Llevé mis mu¬ñecas, Flora y Rosamunda, hasta mi cama y me metí dentro. Hacía mucho tiempo que no dormía con ellas, pero aquella noche necesitaba su calor familiar. Las co¬loqué sobre mi estómago y esperé a que llegara el sueño. Pero no podía dormirme. Empecé a llorar y abracé a Flora.
-Cariño -oí decir mientras se abría la puerta y en¬traba Mandy con su tónico y con una caja que dejó so¬bre la mesilla. Luego me abrazó y me pasó la mano por la frente.
-No quiero ir -dije apoyando mi cara en su hombro.
-Lo sé, pequeña -contestó. Me abrazó durante lar¬go rato, y casi me quedé dormida. Luego se apartó de mí y dijo-: Es la hora de tu tónico.
-Hoy me lo salto.
-Ni hablar, hoy es cuando más te conviene. No quiero que te pongas mala cuando más necesitas estar fuerte -dijo mientras sacaba una cuchara de su delan¬tal-. Tomarás tres cucharadas.
Me preparé para tomarlo. El tónico era delicioso, sabía a nueces, pero al tragarlo tenía una consistencia viscosa que resultaba desagradable. Cada cucharada ba¬jaba lentamente por mi garganta, y después intentaba tragar saliva para quitarme aquella desagradable sensa¬ción. Luego me sentía mejor. Bueno, sólo un poco me¬jor. Lista para volver a hablar. Me acomodé en la falda de Mandy.
-¿Por qué se casó mamá con él? -pregunté. Hacía mucho que quería hacer aquella pregunta, me había preo¬cupado desde que empecé a tener uso de razón.
-Hasta que se casaron, sir Peter era muy cariñoso con lady Estela. Yo no me fiaba de él, pero tu madre no quiso escucharme. Y su familia no aprobaba la bo¬da porque él era pobre. Pero eso hacía que tu madre le amara más todavía. Era así de bondadosa. -La ma¬no de Mandy dejó de acariciarme la frente y conti¬nuó-: Ela, cielo, intenta que tu padre no sepa nada del hechizo.
-¿Por qué? ¿Qué pasaría si lo supiera?
-Él está acostumbrado a hacer prevalecer su opi¬nión. Siempre ha sido así.
-Mamá me ordenó que no se lo contara nunca. De todas formas, tampoco lo hubiera hecho.
-Entonces, perfecto -dijo Mandy volviendo a aca¬riciar mi frente.
Cerré los ojos, pero no podía dejar de pensar.
-¿Cómo crees que me irá en la escuela?
-Creo que allí conocerás a chicas encantadoras. Pe¬ro ahora siéntate. ¿No quieres ver tus regalos?
Me había olvidado completamente de la caja.
-¿Regalos?
-Uno por uno -dijo Mandy ofreciéndome la ca¬ja-. Esto es sólo para ti, llévalo siempre, adondequiera que vayas.
En el interior había un libro de cuentos de hadas. Nunca había visto ilustraciones tan bellas, parecía que estuvieran vivas. Lo hojeé maravillada.
-Cuando lo mires te acordarás de mí y te sentirás mejor.
-No lo leeré hasta que me haya ido, así todas las historias me parecerán nuevas.
Mandy rió.
-No creas que lo vas a terminar tan rápido. Crecerá contigo -dijo mientras sacaba de su delantal otro pa¬quete-. Esto era de tu madre. Ella hubiera querido que lo tuvieras tú.
¡Era el collar de mamá! Lo formaban unas cadenas de plata que me llegaban casi a la cintura, con un diseño trenzado, hecho de plata tachonada con pequeñas perlas.
-Crecerás llevándolo, cariño, y estarás tan hermosa luciéndolo como lo estaba tu madre.
-Lo llevaré siempre puesto.
-Pero debes tener cuidado y esconderlo bajo el ves¬tido cuando estés fuera. Es muy valioso. Lo hicieron los gnomos. -Entonces sonó la campanilla en el piso de abajo-. Tu padre llama.
Abracé a Mandy con todas mis fuerzas, pero ella se zafó de mis brazos.
-Deja que me vaya, cariño -dijo dándome un fuer¬te beso en la mejilla.
Me acomodé entre las sábanas, y el sueño me venció enseguida.

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