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lunes, 25 de octubre de 2010

El mundo encantado de Ela de Gail Carson Levine: Capítulo 6

A la mañana siguiente me desperté con los dedos aferrados al collar de mamá. El reloj del palacio del rey Jerrold daba las seis. Perfecto, quería levantarme pron¬to y pasar el día despidiéndome de los lugares que más amaba.
Me puse el collar debajo del vestido y bajé sigilosa¬mente hasta la despensa. Allí encontré una bandeja de bollos recién hechos. Todavía estaban calientes, lancé dos al aire y los atrapé con la falda, que había doblado en forma de cestito. Después, intentando no perder mi desayuno, corrí hacia la parte delantera de la casa y fui directa a ver a papá. Estaba en la entrada, esperando a Nathan para que le trajera el carruaje.
-No tengo tiempo para ti, Estela. Vete a darle la la¬ta a otro. ¡Ah!, y dile a Mandy que volveré con el admi¬nistrador, que nos prepare algo de comer.
Tuve que irme de allí y buscar a alguien para darle la lata, tal y como me había ordenado mi padre. Además de ser peligroso, el hechizo me hacía cometer tonterías, y era el causante de que pareciera tan patosa. Tenía que buscar a alguien... Entonces vi a Bertha cargada con la colada. Fui corriendo y choqué contra ella, de tal forma que se le cayó el cesto de la ropa limpia. Todos mis vesti¬dos, mis medias y mi ropa interior cayeron al suelo. La ayudé a recogerlo todo, pero la pobre tendría que volver a lavarlo de nuevo.
-Señorita, ya es bastante complicado preparar sus cosas en tan poco tiempo como para tener encima que hacerlo dos veces -protestó.
Me disculpé y fui a darle el recado de papá a Mandy, que hizo que me sentara para tomar el desayuno. Des¬pués me dirigí hacia la pequeña colección de animales salvajes que tenía el rey junto a los muros de palacio.
Mis ejemplares favoritos eran los pájaros parlantes y los animales exóticos. Si exceptuamos a la hidra en su pantano y al pequeño dragón, las criaturas exóticas (el unicornio, la manada de centauros, y el grifo y su fami¬lia) vivían en una isla verde rodeada por una extensión del foso del castillo.
El dragón estaba en una jaula metálica. Era muy her¬moso, tan pequeño y feroz, y parecía feliz cuando lanza¬ba fuego; sus ojos de color rubí brillaban entonces de forma maliciosa. Yo había comprado un trozo de queso en un puesto cercano a la jaula y lo arrimé al fuego, lo cual era una hazaña difícil porque se trataba de acercar¬lo lo suficiente para que se tostara, pero no tanto como para que el dragón pudiera atraparlo.
Me pregunté qué iba a hacer el rey Jerrold con aquel dragón cuando creciera. También me pregunté si yo es¬taría allí para conocer su destino.
Más allá, cerca del foso, había un centauro que me observaba. ¿Le gustaría el queso? Me acerqué a él lenta¬mente, esperando que no se asustara y se fuera.
-¡Eh! -dijo una voz.
Me di la vuelta; era el príncipe Charmont, que me ofrecía una manzana.
-¡Oh, gracias! -respondí.
Me acerqué al foso con la manzana en la mano. El centauro olió el aroma de la fruta y trotó hacia mí. Le lancé la manzana. Otros dos centauros se acercaron, también galopando, pero el primero ya había obtenido su premio y comenzó a comérselo, masticando ruidosa¬mente.
-Yo siempre espero que me den las gracias, o que al menos digan: «¿Cómo te atreves a mirarnos de esa for¬ma?» o algo por el estilo -comenté.
-No son lo bastante inteligentes como para poder hablar. Mira qué ojos más inexpresivos tienen -indicó el príncipe.
Yo ya me había fijado en ello, pero quizá Char pen¬sara que era su deber explicar las cosas a sus subditos.
-Aunque pudieran hablar -dije- serían incapaces de pensar en algo que decir.
Después permanecimos en silencio. Entonces Char se echó a reír y exclamó:
-¡Qué graciosa! Eres muy divertida. Igual que lady Estela. -Luego, compungido, añadió-: Lo siento, no quería recordarte a tu madre.
-No te preocupes, pienso a menudo en ella. Casi siempre, mejor dicho.
Caminamos a lo largo de la orilla del foso.
-¿Quieres una manzana? -dijo ofreciéndome otra.
Quería hacerle reír de nuevo. Pateé el suelo con mi pie derecho y eché mi cabeza hacia atrás como si tuviera crin. Abrí los ojos cuanto pude, como lo haría un cen¬tauro, miré fijamente a Char con expresión de estupidez y tomé la manzana.
-¿Creerán los ogros que no vale la pena comerme?
Nos acercamos hasta la cabana de los ogros. A pesar de que estaban encerrados, había soldados en formación para vigilarlos. Un ogro se nos quedó mirando a través de una ventana.
Los ogros no eran únicamente peligrosos por su ta¬maño y crueldad, sino también porque podían conocer todos tus secretos con sólo mirarte, y porque además sa¬bían usar ese conocimiento. Podían ser irresistiblemente persuasivos si así lo querían. Cuando un ogro había terminado su primera frase en kyrrian se te olvidaban hasta sus dientes puntiagudos, la sangre seca bajo sus uñas y las matas de tosco pelo negro que le cubrían la cara. Te parecía incluso guapo, y pensabas que era tu mejor ami¬go. Al final de su segunda frase, te había conquistado de tal manera que podía hacer contigo lo que quisiera: me¬terte en una cazuela para cocinarte, o comerte crudo, si tenía mucha prisa.
-pwich aooyeh zcboaK -balbuceó una voz suave.
-¿Has oído eso? -pregunté.
-No parece un ogro. ¿De dónde vendrá?
-pwich aooyeh zchoaK -repitió la voz, esta vez en tono suplicante.
Un bebé gnomo asomó su cabeza por un acueducto que había a pocos metros de la cabana. Lo vi a la vez que el ogro, que podía alcanzarlo desde donde se encontraba. Fui corriendo a por la criatura, pero Char fue aún más rápido. Lo agarró justo antes de que lo hiciera el ogro. Char retrocedió con el niño entre sus brazos, que se re¬torcía tratando de soltarse.
-Dámelo -le dije pensando que podría calmarlo.
Char me lo dio.
-szEE frah myNN -gruñó el ogro mirando a Char-. myNN SSyng szEE. myNN thOosh forns.
Luego cambió su expresión y se dirigió a mí entre risas-: mmeu ngah suSS hijyNN eMMong. myNN whadz szEE uw. SZEE AAh ohrth hahj ethSSifszEE.
Varias lágrimas de regocijo bajaron por sus mejillas, dejando finas vetas sobre su sucia cara.
Entonces dijo en kyrrian, sin molestarse ni en usar un tono persuasivo:
-Acércate y dame al niño.
Yo me quedé quieta. Tenía que romper el hechizo, mi vida y la del pequeño dependían de ello. Mis rodillas empezaron a temblar ante el impulso de caminar. Al in¬tentar contenerme, los músculos de mis pantorrillas se tensaron y me dio un calambre. Me aferré al pequeño gnomo en un esfuerzo por resistirme, mientras el bebé gritaba y se revolvía entre mis brazos.
El ogro siguió riendo, y a continuación volvió a hablar:
-Obedéceme inmediatamente. Ven ahora mismo.
Avancé hacia él, en contra de mi voluntad. Luego me detuve y el temblor empezó de nuevo: otro paso, y otro. Sólo veía su mirada maliciosa y amenazante, cada vez más y más cerca.

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